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Visor

La convivencia escolar

Sin negar la necesidad de adaptarse a los tiempos, máxime cuando la violencia escolar adopta nuevas variantes que la hacen más compleja, es preciso formular algunas consideraciones. Cuando hablamos de convivencia escolar, no puede interpretarse esta como una compilación de normas, protocolos y actuaciones que afectan a todos los miembros de la comunidad educativa por igual.

Francisco Melcón Beltrán

Presidente de ANPE-Madrid

Se ha reactivado un debate sobre la convivencia escolar “déjà vu” en la Comunidad de Madrid, pues precedió a la promulgación del Decreto 15/2007, de 19 de abril, por el que se establece el marco regulador de la convivencia en los centros docentes, y a la Ley 2/2010, de 15 de junio, de Autoridad del Profesor, ambos vigentes.

Recientemente, el Ministerio de Educación, Cultura y Deporte ha presentado el Plan Estratégico de la Convivencia Escolar, que recoge setenta medidas para la mejora de la convivencia, y buena parte de las tesis y los argumentos de entonces —ahora con el marchamo de certezas científicas avaladas por la evidencia empírica—. Este documento plantea la necesidad de actualizar las iniciativas y medidas adoptadas en este campo, ya que los tiempos cambian y es necesario dar respuestas desde el diálogo y el consenso. Un punto de partida paradójico, pues el Ministerio ha excluido del debate al profesorado, y las organizaciones representativas lo hemos conocido por la prensa.

Sin negar la necesidad de adaptarse a los tiempos, máxime cuando la violencia escolar adopta nuevas variantes que la hacen más compleja, es preciso formular algunas consideraciones que se eluden en ese y otros documentos, lo que impide establecer el fundamento de las propuestas formuladas.

Ante todo, sería deseable mayor precisión lingüística al referirse a las cuestiones relacionadas con la convivencia escolar. Es muy frecuente el empleo de una jerga y de un lenguaje políticamente correcto, algo no meramente formal sino de fondo, que transmiten un enfoque determinado de la convivencia y la educación. El uso de términos novedosos, cada vez más ambiguos, al tiempo que se proscriben otros como disciplina, respeto, normas, sanción, obligaciones..., desvirtúa la percepción sobre la gravedad de los hechos que atentan contra la convivencia, produce confusión entre quienes deben desenvolverse en este campo e induce a formular diagnósticos relativistas o engañosos.

Cuando hablamos de convivencia escolar, no puede interpretarse esta como una compilación de normas, protocolos y actuaciones que afectan a todos los miembros de la comunidad educativa por igual. Algunos pretenden que así sea, pero los profesores y equipos directivos son los responsables de aplicarlos e implementarlos, y los alumnos son sus destinatarios.

Las relaciones que se establecen en la institución escolar se referencian en dos planos distintos: el de las relaciones humanas y el académico o escolar. En el primero, alumnos, padres y profesores interactúan sobre la base del respeto a los derechos y la dignidad de la persona, con las obligaciones pertinentes, en los términos establecidos por la Constitución y el ordenamiento legal. En el plano académico o escolar, la misión y las atribuciones del profesor, el alumno y las familias son diferentes.

El profesorado tiene una serie de deberes y la máxima responsabilidad en relación a su función de enseñar y educar, y para ello goza de un necesario principio de autoridad, reconocido por el ordenamiento jurídico, y de la autoridad moral que le otorga la sociedad para poder conducir adecuadamente a los alumnos en su tránsito por la educación.

La familia es la pieza clave en la educación, en el desarrollo de la conciencia moral y en la transmisión a los hijos de valores, normas y pautas para la convivencia. De ella dependerán en gran medida las actitudes que muestren de adultos ante la vida. Por tanto, es imprescindible que estas trabajen y se impliquen, en sintonía con los centros y profesores, para facilitar la educación y su integración en la sociedad.

Las normas de convivencia constituyen un elemento educativo de primer orden que sirve para que nuestros escolares respeten la escuela —antesala de la convivencia en sociedad—, a sus profesores y compañeros. Con ello, aprenden que las leyes e instituciones son la base de nuestra convivencia democrática y garantizan los derechos fundamentales de todos los miembros de la comunidad educativa referidos a la dignidad, el libre desarrollo de la personalidad, la integridad física y moral, el honor, la intimidad y la propia imagen, además del derecho a la educación.

  Las normas de convivencia constituyen un elemento educativo de primer orden que sirve para que nuestros escolares respeten la escuela —antesala de la convivencia en sociedad—, a sus profesores y compañeros. Con ello, aprenden que las leyes e instituciones son la base de nuestra convivencia democrática y garantizan los derechos fundamentales de todos los miembros de la comunidad educativa.

Cualquier actuación en materia de convivencia escolar debe tener como base irrenunciable el principio de tolerancia cero con los actos de violencia y debe abordar de forma integrada la detección precoz, la prevención y la corrección de conductas contrarias a la convivencia, contemplando sin ambigüedades, entre otros, los siguientes principios:

  • Poder enseñar y aprender en contextos normalizados, en una escuela saludable, libre de actos de matonismo e indisciplina.
  • Crear en los centros una cultura de prevención, detección y rechazo al acoso, la violencia escolar y las conductas contrarias a la convivencia.
  • Asegurar la protección y la atención preferente a las víctimas, cuyos derechos deben prevalecer frente a los de sus agresores. Los derechos de la mayoría deben anteponerse a los de una minoría antisocial.
  • Confiar en el profesor, responsable del proceso educativo formal e investido de autoridad para intervenir, sancionar y corregir de forma inmediata las conductas contrarias a las normas de convivencia, al tiempo que se le facilitan las herramientas y la formación necesarias para la detección y la respuesta temprana a las conductas de violencia o acoso escolar.

Consideramos excesivos y generadores de confusión los pronunciamientos públicos de quienes afirman que el Decreto 15/2007 y la Ley de Autoridad del Profesor tienen un enfoque culpabilizador y punitivo. Se ha llegado al extremo de manifestar que favorecen el maltrato institucional hacia los alumnos y las familias, y que es imprescindible analizar en qué sentido pueden ser perjudiciales para la convivencia escolar misma.

Especialmente alentador resulta para miles de docentes que dejan lo mejor de sí mismos en las aulas, hoy jibarizados en su profesión, el Dictamen al Anteproyecto de Ley de Autoridad del Profesor del Consejo Escolar de la Comunidad de Madrid del 11 de enero de 2010, cuyo literal constituye una declaración de principios que supone un respaldo sin precedentes a la función docente:

“[…] para que el profesorado pueda asumir las responsabilidades que la sociedad le encomienda, ha de sentirse seguro en su papel, reconocido en su función, apoyado y reforzado en su autoridad, sin cuyo ejercicio no desempeñará de forma adecuada su compleja labor. Sin autoridad, el profesor no podrá guiar a los niños y a los adolescentes en su desarrollo intelectual. Sin autoridad, no podrá hacer crecer a sus alumnos como personas. Sin autoridad, estará incapacitado para inculcarles, con algunas posibilidades de éxito, los valores cívicos y los comportamientos democráticos. Sin autoridad, en fin, sufrirá su autoestima y disminuirá su prestigio profesional.”

Tanto el Decreto 15/2007 como la Ley de Autoridad del Profesor consagran el derecho y el deber de los profesores a ejercer su autoridad sobre los alumnos, velar por la convivencia y sancionar el incumplimiento de las normas; prescinden de eufemismos políticamente correctos, definen conductas y actuaciones y hablan con claridad de disciplina y autoridad; muestran el total apoyo a las víctimas de acoso y violencia, y hacen prevalecer los derechos de estas y del resto de la comunidad educativa sobre una minoría violenta. No pretenden establecer mayor mano dura o dar más poder a los profesores, como interpretan algunos sesgadamente. Les dan, en suma, una capacidad razonable y mayor responsabilidad en la regulación y el establecimiento de planes de mejora de la convivencia, para asegurar el derecho a una educación de calidad.

Desde algunos sectores se pone el énfasis en que las conductas de los alumnos contrarias a las normas de convivencia son síntoma de problemas más profundos y solo encontrarán solución si se abordan desde su complejidad, que su corrección debe orientarse de forma educativa, encaminada a la formación y recuperación del alumno y a que pueda sentirse mejor persona. Este discurso comprensivo y cauteloso se ha empleado para matizar la aplicación de la normativa vigente y ha provocado confusión entre la comunidad educativa. El argumento de la multicausalidad y la complejidad de los actos contrarios a las normas y de la violencia escolar han supuesto, lamentablemente, una coartada y la justificación para no corregir ni sancionar esas conductas con la necesaria determinación en más ocasiones de las debidas.

Pero precisamente la aplicación de la normativa ejerce un clarísimo efecto educativo, al indicar al alumno violento que su conducta no es la adecuada en una sociedad democrática.

La construcción de planes regionales y nacionales de convivencia escolar propicia la incorporación de las claves del denominado “nuevo paradigma educativo”, una revitalizada cosmovisión neologsiana que, según sus impulsores, requieren los nuevos tiempos. Estos planteamientos resultan difícilmente asumibles para amplios sectores de la comunidad educativa y del profesorado, pues carecen de realismo, se plasman en propuestas de retórica difusa y no encajan con la realidad de las aulas. Paradójicamente, quienes tienen un verdadero conocimiento empírico del mundo educativo, los profesores, deberán aplicar recetas no contrastadas, elaboradas por “expertos” alejados en su idealismo de la realidad sobre la cual teorizan.

Sirva de ejemplo la consideración que hace uno de sus gurús respecto a que el acoso escolar es un conflicto y, por tanto, abordable desde la mediación. Un dislate peligroso —el acoso es una lacra que puede constituir un delito y, en consecuencia, no admite mediación— que se difunde sin filtro alguno en cursos y ponencias organizados por la propia Consejería de Educación, en contradicción con lo que establecen sus propios protocolos contra el acoso.

La mediación escolar solo es viable para resolver ciertas situaciones conflictivas menos graves, cuando exista una disputa entre iguales sobre alguna cuestión en la que puedan contraponerse razones o intereses. De ninguna manera es la panacea para resolver problemas derivados de la convivencia escolar y mucho menos en los casos más graves. Una mediación sustitutiva del reproche moral, de la corrección e incluso del elemento sancionador o de la reparación de daños, es nefasta para las víctimas, que lo serían doblemente al sentir mancillada su autoestima por verse situadas fríamente en el mismo plano que los acosadores.

Debiera ponerse en cuarentena e impedirse la aplicación de protocolos y programas que incluyen el acoso escolar entre los conflictos que se dan en los centros educativos. Solo tras una verificación rigurosa y exhaustiva evaluación o contraste empírico debe generalizarse la puesta en marcha de programas de convivencia o de “resolución de conflictos”. Experimentar con estas cuestiones puede ser perjudicial y generar victimización secundaria, sentimiento de impunidad en los agresores y otros efectos indeseados.

Las víctimas y sus familias esperan la protección del centro escolar y criterios de actuación justos de sus responsables, profesores y equipos directivos, que les den seguridad y sean reparadores en el orden psicológico, moral y material. Y piden también a la Inspección Educativa apoyo y asesoramiento a los centros sobre los temas de convivencia escolar, y en la prevención y puesta en marcha de los protocolos sobre acoso escolar.

Las víctimas y sus familias esperan la protección del centro escolar y criterios de actuación justos de sus responsables, profesores y equipos directivos, que les den seguridad y sean reparadores en el orden psicológico, moral y material.

En el marco de los planes de convivencia, en el nivel que corresponda, debieran ser obligatorias evaluaciones periódicas del clima escolar y la detección precoz del acoso escolar. Solo mediante la identificación sistemática de los casos de riesgo, la prevención alcanzará su mayor eficacia. Existen herramientas psicométricas sencillas para realizar esta tarea, de fácil aplicación en las aulas por los maestros y profesores.

Las medidas preventivas y sancionadoras, fundamentales para garantizar el adecuado clima escolar, deben ser realistas y eficaces, de forma que la comunidad educativa perciba con claridad que se hace justicia, se protege a las víctimas y los comportamientos violentos o antisociales no se relativizan y tienen consecuencias. Un aspecto este puramente educativo, que evitará el desconcierto de quienes mayor claridad precisan para construir una escala de valores adecuada para incorporarse y construir la sociedad del futuro.

Las conductas más graves, algunas constitutivas de delito, cuando se producen fuera del contexto escolar no merecen tanta comprensión ni se les aplican soluciones tan alambicadas como algunas que se proponen para la escuela.

La convivencia solo es posible si se cumplen tres condiciones básicas: la libertad, el respeto mutuo y el cumplimiento de las normas. Cuando los individuos de una sociedad, cuando los alumnos en los centros escolares deciden con sus actos vulnerar la integridad y los derechos de los demás, las instituciones —también la escuela— tienen la obligación de intervenir, pues es prioritaria la salvaguarda de los derechos de toda la comunidad. Llegado el caso, hay que mostrar de forma inequívoca a quienes se niegan a aceptar una convivencia regulada la reprobación que merecen sus actos y, consecuentemente, aplicar los mecanismos que les obliguen a reconducir —educar— sus actitudes o comportamientos.

De aquí la preocupación y la advertencia, ante la buena disposición de los actuales gestores de la educación madrileña, de que es necesario dar sentido y rumbo cauteloso a cualquier modificación o a la incorporación de nuevos elementos en la normativa vigente para no perder el norte y que no resulten, cuando menos, chocantes o de escasa efectividad las medidas que se propongan.

Francisco Melcón Beltrán