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Platón: Fedón

PLATÓN, Fedón, 74a - 83b

[Reminiscencia e inmortalidad del alma en el Fedón]

—¿Entonces no ocurre que, de acuerdo con todos esos casos, la reminiscencia se origina a partir de cosas semejantes, y en otros casos también de cosas diferentes?

—Ocurre.

—Así que, cuando uno recuerda algo a partir de objetos semejantes, ¿no es necesario que experimente, además, esto: que advierta si a tal objeto le falta algo o no en su parecido con aquello a lo que recuerda?

—Es necesario.

[La preexistencia de las ideas («lo igual en sí»)]

—Examina ya –dijo él– si esto es de este modo. Decimos que existe algo igual. No me refiero a un madero igual a otro madero ni a una piedra con otra piedra ni a ninguna cosa de esa clase, sino a algo distinto, que subsiste al margen de todos esos objetos, lo igual en sí mismo. ¿Decimos que eso es algo, o nada?

—Lo decimos, ¡por Zeus! –dijo Simmias–, y de manera rotunda.

—¿Es que, además, sabemos lo que es?

—Desde luego que sí –repuso él.

—¿De dónde, entonces, hemos obtenido ese conocimiento? ¿No, por descontado, de las cosas que ahora mismo mencionábamos, de haber visto maderos o piedras o algunos otros objetos iguales, o a partir de esas cosas lo hemos intuido, siendo diferente a ellas?

¿O no te parece que es algo diferente? Examínalo con este enfoque. ¿Acaso piedras que son iguales y leños que son los mismos no le parecen algunas veces a uno iguales, y a otro no?

—En efecto, así pasa.

—¿Qué? ¿Las cosas iguales en sí mismas es posible que se te muestren como desiguales, o la igualdad aparecerá como desigualdad?

—Nunca jamás, Sócrates.

—Por lo tanto, no es lo mismo –dijo él– esas cosas iguales y lo igual en sí.

—De ningún modo a mí me lo parece, Sócrates.

—Con todo –dijo–, ¿a partir de esas cosas, las iguales, que son diferentes de lo igual en sí, has intuido y captado, sin embargo, el conocimiento de eso?

—Acertadísimamente lo dices –dijo.

—¿En consecuencia, tanto si es semejante a esas cosas como si es desemejante?

—En efecto.

—No hay diferencia ninguna –dijo él–. Siempre que al ver un objeto, a partir de su contemplación, intuyas otro, sea semejante o desemejante, es necesario –dijo– que eso sea un proceso de reminiscencia.

—Así es, desde luego.

—¿Y qué? –dijo él–. ¿Acaso experimentamos algo parecido con respecto a los maderos y a las cosas iguales de que hablábamos ahora? ¿Es que no parece que son iguales como lo que es igual por sí, o carecen de algo para ser de igual clase que lo igual en sí, o nada?

—Carecen, y de mucho, para ello –respondió.

—Por tanto, ¿reconocemos que, cuando uno al ver algo piensa: lo que ahora yo veo pretende ser como algún otro de los objetos reales, pero carece de algo y no consigue ser tal como aquel, sino que resulta inferior, necesariamente el que piensa esto tuvo que haber logrado ver antes aquello a lo que dice que esto se asemeja, y que le resulta inferior?

—Necesariamente.

—¿Qué, pues? ¿Hemos experimentado también nosotros algo así, o no, con respecto a las cosas iguales y a lo igual en sí?

—Por completo.

—Conque es necesario que nosotros previamente hayamos visto lo igual antes de aquel momento en el que al ver por primera vez las cosas iguales pensamos que todas ellas tienden a ser como lo igual pero que lo son insuficientemente.

—Así es.

—Pero, además, reconocemos esto: que si lo hemos pensado no es posible pensarlo, sino a partir del hecho de ver o de tocar o de alguna otra percepción de los sentidos. Lo mismo digo de todos ellos.

—Porque lo mismo resulta, Sócrates, en relación con lo que quiere aclarar nuestro razonamiento.

—Por lo demás, a partir de las percepciones sensibles hay que pensar que todos los datos en nuestros sentidos apuntan a lo que es lo igual, y que son inferiores a ello. ¿O cómo lo decimos?

—De ese modo.

[La preexistencia del conocimiento]

—Por consiguiente, antes de que empezáramos a ver, oír, y percibir todo lo demás, era necesario que hubiéramos obtenido captándolo en algún lugar el conocimiento de qué es lo igual en sí mismo, si es que a este punto íbamos a referir las igualdades aprehendidas por nuestros sentidos, y que todas ellas se esfuerzan por ser tales como aquello, pero le resultan inferiores.

—Es necesario de acuerdo con lo que está dicho, Sócrates.

—¿Acaso desde que nacimos veíamos, oíamos, y teníamos los demás sentidos?

—Desde luego que sí.

—¿Era preciso, entonces, decimos, que tengamos adquirido el conocimiento de lo igual antes que estos?

—Sí.

—Por lo tanto, antes de nacer, según parece, nos es necesario haberlo adquirido.

—Eso parece.

—Así que si, habiéndolo adquirido antes de nacer, nacimos teniéndolo, ¿sabíamos ya antes de nacer y apenas nacidos no solo lo igual, lo mayor, y lo menor, y todo lo de esa clase? Pues el razonamiento nuestro de ahora no es en algo más sobre lo igual en sí que sobre lo bello en sí, y lo bueno en sí, y lo justo y lo santo, y, a lo que precisamente me refiero, sobre todo aquello que etiquetamos con «eso lo que es», tanto al preguntar en nuestras preguntas como al responder en nuestras respuestas. De modo que nos es necesario haber adquirido los conocimientos de todo eso antes de nacer.

—Así es.

—Y si después de haberlos adquirido en cada ocasión no los olvidáramos, naceríamos siempre sabiéndolos y siempre los sabríamos a lo largo de nuestra vida. Porque el saber consiste en esto: conservar el conocimiento que se ha adquirido y no perderlo. ¿O no es eso lo que llamamos olvido, Simmias, la pérdida de un conocimiento?

—Totalmente de acuerdo, Sócrates –dijo.

[Conocer es recordar, reminiscencia]

—Y si es que después de haberlos adquirido antes de nacer, pienso, al nacer los perdimos, y luego al utilizar nuestros sentidos respecto a esas mismas cosas recuperamos los conocimientos que en un tiempo anterior ya teníamos, ¿acaso lo que llamamos aprender no sería recuperar un conocimiento ya familiar? ¿Llamándolo recordar lo llamaríamos correctamente?

—Desde luego.

—Entonces ya se nos mostró posible eso, que al percibir algo, o viéndolo u oyéndolo o recibiendo alguna otra sensación, pensemos a partir de eso en algo distinto que se nos había olvidado, en algo a lo que se aproximaba eso, siendo ya semejante o desemejante a él. De manera que esto es lo que digo, que una de dos, o nacemos con ese saber y lo sabemos todos a lo largo de nuestras vidas, o que luego, quienes decimos que aprenden no hacen nada más que acordarse, y el aprender sería reminiscencia.

—Y en efecto que es así, Sócrates.

—¿Cuál de las dos explicaciones prefieres, Simmias? ¿Que hemos nacido sabiéndolo o que luego recordamos aquello de que antes hemos adquirido un conocimiento?

—No sé, Sócrates, qué elegir en este momento.

—¿Qué? ¿Puedes elegir lo siguiente y cómo te parece bien al respecto de esto? ¿Un hombre que tiene un saber podría dar razón de aquello que sabe, o no?

—Es de todo rigor, Sócrates –dijo.

—Entonces, ¿te parece a ti que todos pueden dar razón de las cosas de que hablábamos ahora mismo?

—Bien me gustaría –dijo Simmias–. Pero mucho más me temo que mañana a estas horas ya no quede ningún hombre capaz de hacerlo dignamente.

—¿Por tanto, no te parece –dijo–, Simmias, que todos lo sepan?

—De ningún modo.

—¿Entonces es que recuerdan lo que habían aprendido?

—Necesariamente.

—¿Cuándo han adquirido nuestras almas el conocimiento de esas mismas cosas? Porque no es a partir de cuando hemos nacido como hombres.

—No, desde luego.

—Antes, por tanto.

—Sí.

[La preexistencia del alma]

—Por tanto existían, Simmias, las almas incluso anteriormente, antes de existir en forma humana, aparte de los cuerpos, y tenían entendimiento.

—A no ser que al mismo tiempo de nacer, Sócrates, adquiramos esos saberes, pues aún nos queda ese espacio de tiempo.

—Puede ser, compañero. ¿Pero en qué otro tiempo los perdemos? Puesto que no nacemos conservándolos, según hace poco hemos reconocido. ¿O es que los perdemos en ese mismo en que los adquirimos? ¿Acaso puedes decirme algún otro tiempo?

—De ningún modo, Sócrates; es que no me di cuenta de que decía un sinsentido.

—¿Entonces queda nuestro asunto así, Simmias? –dijo él–. Si existen las cosas de que siempre hablamos, lo bello y lo bueno y toda la realidad de esa clase, y a ella referimos todos los datos de nuestros sentidos, y hallamos que es una realidad nuestra subsistente de antes, y estas cosas las imaginamos de acuerdo con ella, es necesario que, así como esas cosas existen, también exista nuestra alma antes de que nosotros estemos en vida. Pero si no existen, este razonamiento que hemos dicho sería en vano. ¿Acaso es así, y hay una idéntica necesidad de que existan esas cosas y nuestras almas antes de que nosotros hayamos nacido, y si no existen las unas, tampoco las otras?

—Me parece a mí, Sócrates, que en modo superlativo –dijo Simmias– la necesidad es la misma de que existan, y que el razonamiento llega a buen puerto en cuanto a lo de existir de igual modo nuestra alma antes de que nazcamos y la realidad de la que tú hablas. No tengo yo, pues, nada que me sea tan claro como eso: el que tales cosas existen al máximo: lo bello, lo bueno, y todo lo demás que tú mencionabas hace un momento. Y a mí me parece que queda suficientemente demostrado.

—Y para Cebes, ¿qué? –repuso Sócrates–. Porque también hay que convencer a Cebes.

—Satisfactoriamente –dijo Simmias–, al menos según supongo. Aunque es el más resistente de los humanos en el prestar fe a los argumentos. Pero pienso que está bien persuadido de eso, de que antes de nacer nosotros existía nuestra alma. No obstante, en cuanto a que después de que hayamos muerto aún existirá, no me parece a mí, Sócrates, que esté demostrado; sino que todavía está en pie la objeción que Cebes exponía hace unos momentos, esa de la gente, temerosa de que, al tiempo que el ser humano perezca, se disperse su alma y esto sea para ella el fin de su existencia. Porque, ¿qué impide que ella nazca y se constituya de cualquier origen y que exista aun antes de llegar a un cuerpo humano, y que luego de llegar y separarse de este, entonces también ella alcance su fin y perezca?

[La inmortalidad del alma. Argumentos filosóficos]

—Dices bien, Simmias –dijo Cebes–. Está claro, pues, que queda demostrado algo así como la mitad de lo que es preciso: que antes de nacer nosotros ya existía nuestra alma. Pero es preciso demostrar, además, que también después de que hayamos muerto existirá no en menor grado que antes de que naciéramos, si es que la demostración ha de alcanzar su final.

—Ya está demostrado, Simmias y Cebes –dijo Sócrates–, incluso en este momento, si queréis ensamblar en uno solo este argumento y el que hemos acordado antes de este: el de que todo lo que vive nace de lo que ha muerto. Pues si nuestra alma existe antes ya, y le es necesario a ella, al ir a la vida y nacer, no nacer de ningún otro origen sino de la muerte y del estar muerto, ¿cómo no será necesario que ella exista también tras haber muerto, ya que le es forzoso nacer de nuevo? Conque lo que decís ya está demostrado incluso ahora.

Sin embargo, me parece que tanto tú como Simmias tenéis ganas de que tratemos en detalle, aún más, este argumento, y que estáis atemorizados como los niños de que en realidad el viento, al salir ella del cuerpo, la disperse y la disuelva, sobre todo cuando en el momento de la muerte uno se encuentre no con la calma sino en medio de un fuerte ventarrón.

Entonces Cebes, sonriendo, le contestó:

—Como si estuviéramos atemorizados, Sócrates, intenta convencernos. O mejor, no es que estemos temerosos, sino que probablemente hay en nosotros un niño que se atemoriza ante esas cosas. Intenta, pues, persuadirlo de que no tema a la muerte como al coco.

—En tal caso –dijo Sócrates– es preciso entonar conjuros cada día, hasta que lo hayáis conjurado.

—¿Pero de dónde, Sócrates –replicó él–, vamos a sacar un buen conjurador de tales temores, una vez que tú –dijo– nos dejas?

—¡Amplia es Grecia, Cebes! –respondió él–. Y en ella hay hombres de valer, y son muchos los pueblos de los bárbaros, que debéis escrutar todos en busca de un conjurador semejante, sin escatimar dineros ni fatigas, en la convicción de que no hay cosa en que podáis gastar más oportunamente vuestros haberes. Debéis buscarlo vosotros mismos y unos con otros. Porque tal vez no encontréis fácilmente quienes sean capaces de hacerlo más que vosotros.

—Bien, así se hará –dijo Cebes–. Pero regresemos al punto donde lo dejamos, si es que es de tu gusto.

—Claro que es de mi gusto. ¿Cómo, pues, no iba a serlo?

—Dices bien –contestó.

—Por lo tanto –dijo Sócrates–, conviene que nosotros no preguntemos que a qué clase de cosa le conviene sufrir ese proceso, el descomponerse, y a propósito de qué clase de cosa hay que temer que le suceda eso mismo, y a qué otra cosa no. Y después de esto, entonces, examinemos cuál de las dos es el alma, y según eso habrá que estar confiado o sentir temor acerca del alma nuestra.

—Verdad dices –contestó.

—¿Le conviene, por tanto, a lo que se ha compuesto y a lo que es compuesto por su naturaleza sufrir eso, descomponerse del mismo modo como se compuso? Y si hay algo que es simple, solo a eso no le toca experimentar ese proceso, si es que le toca a algo.

—Me parece a mí que así es –dijo Cebes.

—¿Precisamente las cosas que son siempre del mismo modo y se encuentran en iguales condiciones, estas es extraordinariamente probable que sean las simples, mientras que las que están en condiciones diversas y en diversas formas, esas serán compuestas?

—A mí al menos así me lo parece.

—Vayamos, pues, ahora –dijo– hacia lo que tratábamos en nuestro coloquio de antes. La entidad misma, de cuyo ser dábamos razón al preguntar y responder, ¿acaso es siempre de igual modo en idéntica condición, o unas veces de una manera y otras de otras? Lo igual en sí, lo bello en sí, lo que cada cosa es en realidad, lo ente, ¿admite alguna vez un cambio y de cualquier tipo? ¿O lo que es siempre cada uno de los mismos entes, que es de aspecto único en sí mismo, se mantiene idéntico y en las mismas condiciones, y nunca en ninguna parte y de ningún modo acepta variación alguna?

—Es necesario –dijo Cebes– que se mantengan idénticos y en las mismas condiciones, Sócrates.

—¿Qué pasa con la multitud de cosas bellas, como por ejemplo personas o caballos o vestidos o cualquier otro género de cosas semejantes, o de cosas iguales, o de todas aquellas que son homónimas con las de antes? ¿Acaso se mantienen idénticas, o, todo lo contrario a aquellas, ni son iguales a sí mismas, ni unas a otras nunca ni, en una palabra, de ningún modo son idénticas?

—Así son, a su vez –dijo Cebes–, estas cosas: jamás se presentan de igual modo.

—¿No es cierto que estas puedes tocarlas y verlas y captarlas con los demás sentidos, mientras que a las que se mantienen idénticas no es posible captarlas jamás con ningún otro medio, sino con el razonamiento de la inteligencia, ya que tales entidades son invisibles y no son objetos de la mirada?

—Por completo dices verdad –contestó.

—Admitiremos entonces, ¿quieres? –dijo–, dos clases de seres, la una visible, la otra invisible.

—Admitámoslo también –contestó.

—¿Y la invisible se mantiene siempre idéntica, en tanto que la visible jamás se mantiene en la misma forma?

—También esto –dijo– lo admitiremos.

—Vamos adelante. ¿Hay una parte de nosotros —dijo él– que es el cuerpo, y otra el alma?

—Ciertamente –contestó.

—¿A cuál, entonces, de las dos clases afirmamos que es más afín y familiar el cuerpo?

—Para cualquiera resulta evidente esto: a la de lo visible.

[La naturaleza del alma]

—¿Y qué el alma? ¿Es perceptible por la vista o invisible?

—No es visible al menos para los hombres, Sócrates –contestó.

—Ahora bien, estamos hablando de lo visible y lo no visible para la naturaleza humana. ¿O crees que en referencia a alguna otra?

—A la naturaleza humana.

—¿Qué afirmamos, pues, acerca del alma? ¿Que es visible o invisible?

—No es visible.

—¿Invisible, entonces?

—Sí.

—Por tanto, el alma es más afín que el cuerpo a lo invisible, y este lo es a lo visible.

—Con toda necesidad, Sócrates.

—¿No es esto lo que decíamos hace un rato, que el alma cuando utiliza el cuerpo para observar algo, sea por medio de la vista o por medio del oído, o por medio de algún otro sentido, pues en eso consiste lo de por medio del cuerpo: en el observar algo por medio de un sentido, entonces es arrastrada por el cuerpo hacia las cosas que nunca se presentan idénticas, y ella se extravía, se perturba y se marea como si sufriera vértigos, mientras se mantiene en contacto con esas cosas?

—Ciertamente.

—En cambio, siempre que ella las observa por sí misma, entonces se orienta hacia lo puro, lo siempre existente e inmortal, que se mantiene idéntico, y, como si fuera de su misma especie se reúne con ello, en tanto que se halla consigo misma y que le es posible, y se ve libre del extravío en relación con las cosas que se mantienen idénticas y con el mismo aspecto, mientras que está en contacto con estas. ¿A esta experiencia es a lo que se llama meditación?

—Hablas del todo bella y certeramente, Sócrates –respondió.

—¿A cuál de las dos clases de cosas, tanto por lo de antes como por lo que ahora decimos, te parece que es el alma más afín y connatural?

—Cualquiera, incluso el más lerdo en aprender –dijo él–, creo que concedería, Sócrates, de acuerdo con tu indagación, que el alma es por completo y en todo más afín a lo que siempre es idéntico que a lo que no lo es.

—¿Y del cuerpo, qué?

—Se asemeja a lo otro.

—Míralo también con el enfoque siguiente: siempre que estén en un mismo organismo alma y cuerpo, al uno le prescribe la naturaleza que sea esclavo y esté sometido, y a la otra mandar y ser dueña. Y según esto, de nuevo, ¿cuál de ellos te parece que es semejante a lo divino y cuál a lo mortal? ¿O no te parece que lo divino es lo que está naturalmente capacitado para mandar y ejercer de guía, mientras que lo mortal lo está para ser guiado y hacer de siervo?

—Me lo parece, desde luego.

—Entonces, ¿a cuál de los dos se parece el alma?

—Está claro, Sócrates, que el alma a lo divino, y el cuerpo a lo mortal.

—Examina, pues, Cebes –dijo–, si de todo lo dicho se nos deduce esto: que el alma es lo más semejante a lo divino, inmortal, inteligible, uniforme, indisoluble y que está siempre idéntico consigo mismo, mientras que, a su vez, el cuerpo es lo más semejante a lo humano, mortal, multiforme, irracional, soluble y que nunca está idéntico a sí mismo. ¿Podemos decir alguna otra cosa en contra de esto, querido Cebes, por lo que no sea así?

—No podemos.

—Entonces, ¿qué? Si las cosas se presentan así, ¿no le conviene al cuerpo disolverse pronto, y al alma, en cambio, ser por completo indisoluble o muy próxima a ello?

—Pues ¿cómo no?

—Te das cuenta –prosiguió– de que cuando muere una persona, su parte visible, el cuerpo, que queda expuesto en un lugar visible, eso que llamamos el cadáver, a lo que le conviene disolverse, descomponerse y disiparse, no sufre nada de esto enseguida, sino que permanece con aspecto propio durante un cierto tiempo, si es que uno muere en buena condición y en una estación favorable, y aun mucho tiempo. Pues si el cuerpo se queda enjuto y momificado como los que son momificados en Egipto, casi por completo se conserva durante un tiempo incalculable. Y algunas partes del cuerpo, incluso cuando él se pudra, los huesos, nervios y todo lo semejante son generalmente, por decirlo así, inmortales. ¿O no?

—Sí.

[El destino de las almas]

—Por lo tanto, el alma, lo invisible, lo que se marcha hacia un lugar distinto y de tal clase, noble, puro, e invisible, hacia el Hades en sentido auténtico, a la compañía de la divinidad buena y sabia, adonde, si dios quiere, muy pronto ha de irse también el alma mía, esta alma nuestra, que es así y lo es por naturaleza, al separarse del cuerpo, ¿al punto se disolverá y quedará destruida, como dice la mayoría de la gente?

De ningún modo, queridos Cebes y Simmias. Lo que pasa, de seguro, es lo siguiente: que se separa pura, sin arrastrar nada del cuerpo, cuando ha pasado la vida sin comunicarse con él por su propia volundad, sino rehuyéndolo y concentrándose en sí misma, ya que se había ejercitado continuamente en ello, lo que no significa otra cosa, sino que estuvo filosofando rectamente y que de verdad se ejercitaba en estar muerta con soltura. ¿O es que no viene a ser eso la preocupación de la muerte?

—Completamente.

—Por lo tanto, ¿estando en tal condición se va hacia lo que es semejante a ella, lo invisible, lo divino, inmortal y sabio, y al llegar allí está a su alcance ser feliz, apartada de errores, insensateces, terrores, pasiones salvajes, y de todos los demás males humanos, como se dice de los iniciados en los misterios, para pasar de verdad el resto del tiempo en compañía de los dioses? ¿Lo diremos así, Cebes, o de otro modo?

—Así, ¡por Zeus! –dijo Cebes.

—Pero, en cambio, si es que, supongo, se separa del cuerpo contaminada e impura, por su trato continuo con el cuerpo y por atenderlo y amarlo, estando incluso hechizada por él, y por los deseos y placeres, hasta el punto de no apreciar como verdadera ninguna otra cosa sino lo corpóreo, lo que uno puede tocar, ver, y beber y comer y utilizar para los placeres del sexo, mientras que lo que para los ojos es oscuro e invisible, y solo aprehensible por el entendimiento y la filosofía, eso está acostumbrada a odiarlo, temerlo y rechazarlo, ¿crees que un alma que está en tal condición se separará límpida ella en sí misma?

—No, de ningún modo –contestó.

—Por lo tanto, creo, ¿quedará deformada por lo corpóreo, que la comunidad y colaboración del cuerpo con ella, a causa del continuo trato y de la excesiva atención, le ha hecho connatural?

—Sin duda.

—Pero hay que suponer, amigo mío –dijo–, que eso es embarazoso, pesado, terrestre y visible. Así que el alma, al retenerlo, se hace pesada y es arrastrada de nuevo hacia el terreno visible, por temor a lo invisible y al Hades, como se dice, dando vueltas en torno a los monumentos fúnebres y las tumbas, en torno a los que, en efecto, han sido vistos algunos fantasmas sombríos de almas; y tales espectros los proporcionan las almas de esa clase, las que no se han liberado con pureza, sino que participan de lo visible.

Por eso, justamente, se dejan ver.

—Es lógico, en efecto, Sócrates.

—Lógico ciertamente, Cebes. Y también que estas no son en modo alguno las de los buenos, sino las de los malos, las que están forzadas a vagar en pago de la pena de su anterior crianza, que fue mala. Y vagan errantes hasta que por el anhelo de lo que las acompaña como un lastre, lo corpóreo, de nuevo quedan ligadas a un cuerpo. Y se ven ligadas, como es natural, a los de caracteres semejantes a aquellos que habían ejercitado ellas, de hecho, en su vida anterior.

—¿Cuáles son esos que dices, Sócrates?

—Por ejemplo, los que se han dedicado a la glotonería, a actos de lujuria, y a su afición a la bebida, y que no se hayan moderado, esos es verosímil que se encarnen en las estirpes de los asnos y las bestias de tal clase. ¿No lo crees?

—Es, en efecto, muy verosímil lo que dices.

—Y los que han preferido las injusticias, tiranías y rapiñas, en las razas de los lobos, de los halcones y de los milanos. ¿O a qué otro lugar decimos que se encaminan las almas de esta clase?

—Sin duda –dijo Cebes–, hacia tales estirpes.

—¿Así que –dijo él– está claro que también las demás se irán cada una de acuerdo con lo semejante a sus hábitos anteriores?

—Queda claro, ¿cómo no? –dijo.

—Por tanto, los más felices de entre estos –prosiguió– ¿son, entonces, los que van hacia un mejor dominio, los que han practicado la virtud democrática y política, esa que llaman cordura y justicia, que se desarrolla por la costumbre y el uso sin apoyo de la filosofía y la razón?

—¿En qué respecto son los más felices?

—En el de que es verosímil que estos accedan a una estirpe cívica y civilizada, como por caso la de las abejas, o la de las avispas o la de las hormigas, y también, de vuelta, al mismo linaje humano, y que de ellos nazcan hombres sensatos.

—Verosímil.

—Sin embargo, a la estirpe de los dioses no es lícito que tenga acceso quien haya partido sin haber filosofado y no esté enteramente puro, sino tan solo el amante del saber. Así que, por tales razones, camaradas Simmias y Cebes, los filósofos de verdad rechazan todas las pasiones del cuerpo y se mantienen sobrios y no ceden ante ellas, y no por temor a la ruina económica y a la pobreza, como la mayoría y los codiciosos. Y tampoco es que, de otro lado, sientan miedo de la deshonra y el desprestigio de la miseria, como los ávidos de poder y de honores, y por ello luego se abstienen de esas cosas.

—No sería propio de ellos, desde luego, Sócrates –dijo Cebes.

—Por cierto que no, ¡por Zeus! –replicó él–. Así que entonces mandando a paseo todo eso, Cebes, aquellos a los que les importa algo su propia alma y que no viven amoldándose al cuerpo, no van por los mismos caminos que estos que no saben adónde se encaminan, sino que considerando que no deben actuar en sentido contrario a la filosofía y a la liberación y el encanto de esta, se dirigen de acuerdo con ella, siguiéndola por donde ella los guía.

—¿Cómo, Sócrates?

—Yo te lo diré –contestó–. Conocen, pues, los amantes del saber –dijo– que cuando la filosofía se hace cargo de su alma está sencillamente encadenada y apresada dentro del cuerpo, y obligada a examinar la realidad a través de este como a través de una prisión, y no ella por sí misma, sino dando vueltas en una total ignorancia, y advirtiendo que lo terrible del aprisionamiento es a causa del deseo, de tal modo que el propio encadenado puede ser colaborador de su estar aprisionado. Lo que digo es que entonces reconocen los amantes del saber que, al hacerse cargo la filosofía de su alma, que está en esa condición, la exhorta suavemente e intenta liberarla, mostrándole que el examen a través de los ojos está lleno de engaño, y de engaño también el de los oídos y el de todos los sentidos, persuadiéndola a prescindir de ellos en cuanto no le sean de uso forzoso, aconsejándole que se concentre consigo misma y se recoja, y que no confíe en ninguna otra cosa, sino tan solo en sí misma, en lo que ella por sí misma capte de lo real como algo que es en sí. Y que lo que observe a través de otras cosas que es distinto en seres distintos, nada juzgue como verdadero. Que lo de tal clase es sensible y visible, y lo que ella sola contempla inteligible e invisible. Así que, como no piensa que deba oponerse a tal liberación, el alma muy en verdad propia de un filósofo se aparta, así, de los placeres y pasiones y pesares [y terrores] en todo lo que es capaz, reflexionando que, siempre que se regocija o se atemoriza [o se apena] o se apasiona a fondo, no ha sufrido ningún daño tan grande de las cosas que uno puede creer, como si sufriera una enfermedad o hiciera un gasto mediante sus apetencias, sino que sufre eso que es el más grande y el extremo de los males, y no lo toma en cuenta.

—¿Qué es eso, Sócrates? –preguntó Cebes.

—Que el alma de cualquier humano se ve forzada, al tiempo que siente un fuerte placer o un gran dolor por algo, a considerar que aquello acerca de lo que precisamente experimenta tal cosa es lo más evidente y verdadero, cuando no es así. Eso sucede, en general, con las cosas visibles, ¿o no?

—En efecto, sí.

Platón, Fedón, 74a - 83b, Gredos, 1986 (trad. de Carlos García Gual)

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