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MIGUEL HERNÁNDEZ

MIGUEL HERNÁNDEZ

Poeta alicantino nacido en Orihuela en  1910 y muerto en  1942, con solo treinta y un años de edad, en la prisión  de Alicante. Hijo de pastor y pastor él mismo desde los siete años,  aunque tuvo que dejar la escuela para atender el ganado, siguió estudiando por su cuenta. Con quince años empezó a escribir poesía (a escondidas de su padre) y, a partir de la publicación de un poema suyo en un periódico local, comenzó a darse a conocer.

Al comenzar la Guerra Civil se incorporó al Ejército Popular de la República. Hasta el fin de la guerra luchó en diversos frentes y escribió poesía combativa; participó en el II Congreso Internacional de Intelectuales en Defensa de la Cultura;  viajó a la URSS como parte de una delegación enviada por el Ministerio de Instrucción Pública para asistir al V Festival de Teatro Soviético; se casó con Josefina Manresa, su primer hijo murió (la guerra, el hambre…) antes de cumplir el año.

Es encarcelado al terminar la guerra, y pasa por distintas cárceles. Es liberado por la intercesión de Pablo Neruda, pero él acude a Orihuela (donde viven su mujer y su segundo hijo) y lo apresan de nuevo. Le conmutan la pena de muerte por treinta años de cárcel. En 1942 murió de tuberculosis en la cárcel de Alicante.

De sus obras destacan El rayo que no cesa, Viento del pueblo y  Cancionero y romancero de ausencias. Sus poemas Nanas de la cebolla y Elegía se cuentan entre los más reconocidos de la literatura española de todos los tiempos.

Para recordar a los casi tres mil fusilados en las tapias del Cementerio de la Almudena de Madrid entre 1939 y 1945, se diseñó un memorial que incluía unos poemas de Miguel Hernández. El Ayuntamiento de Madrid los ha retirado.

Sumándose a otras iniciativas semejantes, el Departamento de Lengua del IES Clara Campoamor propone la lectura de estos poemas como homenaje al poeta y a las víctimas de todos los totalitarismos.

“Cantando espero a la muerte,

que hay ruiseñores que cantan

encima de los fusiles

y en medio de las batallas.”

Escribí en el arenal

(Cancionero y romancero de ausencias, 1938-1941)

Escribí en el arenal
los tres nombres de la vida:
vida, muerte, amor.

Una ráfaga de mar,
tantas claras veces ida,
vino y los borró.
 

 

Tristes guerras

(Cancionero y romancero de ausencias, 1938-1941)

Tristes guerras

si no es amor la empresa.

Tristes. Tristes.

Tristes armas

si no son las palabras.

Tristes. Tristes.

Tristes hombres

si no mueren de amores.

Tristes. Tristes.

 

El corazón es agua

(Cancionero y romancero de ausencias, 1938-1941)

El corazón es agua

que se acaricia y canta.

El corazón es puerta

que se abre y se cierra.

 

El corazón es agua

que se remueve, arrolla,

se arremolina, mata.

 

En cuclillas, ordeño

(Poemas sueltos. Poesías completas.)

 

En cuclillas, ordeño

una cabrita y un sueño.

 

Glú, glú, glú,

hace la leche al caer

en el cubo. En el tisú

celeste va a amanecer.

Glú, glú, glú. Se infla la espuma,

que exhala

una finísima bruma.

 

(Me lame otra cabra, y bala.)

 

Las desiertas abarcas

(Poemas sueltos. Poesías completas.)

Por el cinco de enero,

cada enero ponía

mi calzado cabrero

a la ventana fría.

 

Y encontraba los días

que derriban las puertas,

mis abarcas vacías,

mis abarcas desiertas.

 

Nunca tuve zapatos,

ni trajes, ni palabras:

siempre tuve regatos,

siempre penas y cabras.

 

Me vistió la pobreza,

me lamió el cuerpo el río

y del pie a la cabeza

pasto fui del rocío.

 

Por el cinco de enero,

para el seis, yo quería

que fuera el mundo entero

una juguetería.

 

Y al andar la alborada

removiendo las huertas,

mis abarcas sin nada,

mis abarcas desiertas.

 

Ningún rey coronado

tuvo pie, tuvo gana

para ver el calzado

de mi pobre ventana.

 

Toda gente de trono,

toda gente de botas

se rió con encono

de mis abarcas rotas.

 

Rabié de llanto, hasta

cubrir de sal mi piel,

por un mundo de pasta

y unos hombres de miel.

 

Por el cinco de enero

de la majada mía

mi calzado cabrero

a la escarcha salía.

 

Y hacia el seis, mis miradas

hallaban en sus puertas

mis abarcas heladas,

mis abarcas desiertas.

 

Llamo a la juventud

(Viento del pueblo, 1937)

[…] Sangre que no se desborda,

juventud que no se atreve,

ni es sangre, ni es juventud,

ni relucen, ni florecen.

Cuerpos que nacen vencidos,

vencidos y grises mueren:

vienen con la edad de un siglo,

y son viejos cuando vienen.

 

La juventud siempre empuja

la juventud siempre vence,

y la salvación de España

de su juventud depende.


 

El niño yuntero

(Viento del pueblo, 1937)

 

Carne de yugo, ha nacido

más humillado que bello,

con el cuello perseguido

por el yugo para el cuello.

 

Nace, como la herramienta,

a los golpes destinado,

de una tierra descontenta

y un insatisfecho arado.

 

Entre estiércol puro y vivo

de vacas, trae a la vida

un alma color de olivo

vieja ya y encallecida.

 

Empieza a vivir, y empieza

a morir de punta a punta

levantando la corteza

de su madre con la yunta.

 

Empieza a sentir, y siente

la vida como una guerra

y a dar fatigosamente

en los huesos de la tierra.

 

Contar sus años no sabe,

y ya sabe que el sudor

es una corona grave

de sal para el labrador.

 

Trabaja, y mientras trabaja

masculinamente serio,

se unge de lluvia y se alhaja

de carne de cementerio.

 

A fuerza de golpes, fuerte,

y a fuerza de sol, bruñido,

con una ambición de muerte

despedaza un pan reñido.

 

Cada nuevo día es

más raíz, menos criatura,

que escucha bajo sus pies

la voz de la sepultura.

 

Y como raíz se hunde

en la tierra lentamente

para que la tierra inunde

de paz y panes su frente.

 

Me duele este niño hambriento

como una grandiosa espina,

y su vivir ceniciento

revuelve mi alma de encina.

 

Lo veo arar los rastrojos,

y devorar un mendrugo,

y declarar con los ojos

que por qué es carne de yugo.

 

Me da su arado en el pecho,

y su vida en la garganta,

y sufro viendo el barbecho

tan grande bajo su planta.

 

¿Quién salvará a este chiquillo

menor que un grano de avena?

¿De dónde saldrá el martillo

verdugo de esta cadena?

 

Que salga del corazón

de los hombres jornaleros,

que antes de ser hombres son

y han sido niños yunteros

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