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Visor

Segundo premio en el Certamen "Interpretando a Galdós"

El pasado 25 de febrero tuvo lugar en la Consejería de Educación la entrega de premios del concurso “Interpretando a Galdós” presidida por Enrique Ossorio Crespo (Consejero de Educación), Rocío Albert López-Ibor (Viceconsejera de Política Educativa) y José María Rodríguez Jiménez (Director General de Educación Secundaria, Formación Profesional y Régimen Especial) en el que nuestro antiguo alumno, Lucas González Díaz-Pinés, obtuvo el segundo puesto.

Al acto acudieron Alfredo González Hernández, en representación de su hijo Lucas que no pudo asistir al acto, y el jefe de Departamento de Lengua, Jesús Martín Rodríguez.

Como ganador del segundo premio, Lucas fue obsequiado con una tablet y un diploma acreditativo y al Centro, además de un diploma, se le hizo entrega de un lote de libros conforme a una lista elaborada por el Departamento de Lengua.

El Consejero de Educación dedicó unas palabras a los ganadores. En el caso de Lucas, resaltó la originalidad en el tratamiento del cuento de Galdós y agradeció también el haberle descubierto un texto que desconocía. Además, felicitó a los Centros por la labor que están llevando a cabo en estos tiempos azotados por la pandemia.

Desde aquí volvemos a felicitar a Lucas por su trabajo y le deseamos mucho éxito en su nuevo destino académico.

A continuación puedes leer el texto ganador del segundo premio en el certamen:

Rompecabezas

En medio de la señora y del sujeto grave iba el chiquitín, dando sus manecitas, a uno y otro, y acomodando su paso inquieto y juguetón al mesurado andar de las personas mayores.

Y en verdad que bien podía ser tenido por sobrenatural aquel prodigioso infante, pues si en brazos de su madre era tiernecillo y muy poquita cosa, como un ángel de meses, al contacto del suelo crecía misteriosamente, sin dejar de ser niño; andaba con paso ligero y hablaba con expedita y clara lengua. Su mirar profundo a veces triste, gravemente risueño a veces, producía en los que le contemplaban confusión y desvanecimiento.

Puestos al fin de acuerdo los padres sobre el empleo que se había de dar a la moneda, dijéronle que escogiese de aquellos bonitos objetos lo que fuese más de su agrado. Miraba y observaba el niño con atención reflexiva, y cuando parecía decidirse por algo, mudaba de parecer, y tras un muñeco señalaba otro, sin llegar a mostrar una preferencia terminante. Su vacilación era en cierto modo angustiosa, como si cuando aquel niño dudaba ocurriese en toda la Naturaleza una suspensión del curso inalterable de las cosas. Por fin, después de largas vacilaciones, pareció decidirse. Su madre le ayudaba diciéndole: «¿Quieres guerra, soldados?» Y el anciano le ayudaba también, diciéndole: «¿Quieres ángeles, sacerdotes, pastorcitos?» Y él contestó con gracia infinita, balbuciendo un concepto que traducido a nuestras lenguas, quiere decir: «De todo mucho.»

Como las figurillas eran baratas, escogieron bien pronto cantidad de ellas para llevárselas. En la preciosa colección había de todo mucho, según la feliz expresión del nene; guerreros arrogantísimos, que por las trazas representaban célebres caudillos, Gengis Kan, Cambises, Napoleón, Aníbal; santos y eremitas barbudos, pastores con pellizos y otros tipos de indudable realidad.

Partieron gozosos hacia su albergue, seguidos de un enjambre de chiquillos, ávidos de poner sus manos en aquel tesoro, que por ser tan grande se repartía en las manos de los tres forasteros. El niño llevaba las más bonitas figuras, apretándolas contra su pecho. Al llegar, la muchedumbre infantil, que había ido creciendo por el camino, rodeó al dueño de todas aquellas representaciones graciosas de la humanidad.

El hijo de la fugitiva les invitó a jugar en un extenso llano frontero a la casa... Y jugaron y alborotaron durante largo tiempo, que no puede precisarse, pues era día, y noche, y tras la noche, vinieron más y más días, que no pueden ser contados. Lo maravilloso de aquel extraño juego en que intervenían miles de niños (un historiador habla de millones), fue que el pequeñuelo, hijo de la bella señora, usando del poder sobrenatural que sin duda poseía, hizo una transformación total de los juguetes, cambiando las cabezas de todos ellos, sin que nadie lo notase; de modo que los caudillos resultaron con cabeza de pastores, y los religiosos con cabeza militar.

Vierais allí también héroes con báculo, sacerdotes con espada, monjas con cítara, y en fin, cuanto de incongruente pudierais imaginar. Hecho esto, repartió su tesoro entre la caterva infantil, la cual había llegado a ser tan numerosa como la población entera de dilatados reinos.

A un chico de Occidente, morenito, y muy picotero, le tocaron algunos curitas cabezudos, y no pocos guerreros sin cabeza.

*A una chica de Oriente, de tez blanca y muy risueña, le tocaron algunas monjas con cabeza de soldados moriscos.

Todo transcurría sin que los niños fueran conscientes del paso del tiempo. Jugaban y jugaban sin parar todo el día, todas las semanas, todos los meses, intercambiándose entre todos ellos, a su gusto y sin interrupción, las figuritas de los diferentes grupos sociales que poseía cada uno, formando sociedades y colectividades igualitarias, de diferentes y variadas etnias y géneros, no existiendo los clichés que sí se imponían en la sociedad real, y de la que ellos no eran conscientes, y no llegarían a entender, por ahora. No entendían de diferenciación de clases, ni de categorías sociales. A ojos de ellos todos eran diferentes físicamente, pero sin embargo eran todos iguales...

El hijo de la fugitiva cada vez atraía a mas chiquillos hasta el patio del albergue, que llegaban ávidos de participar desde todas las regiones colindantes atraídos por el poder sobrenatural del que era poseedor el niño. Chiquillos ávidos de poder jugar y de disponer de su grupo social particular, ávidos de conformar su colectivo libre, ávidos de expresar esa libertad de la que carecían e integrarlo y expresarlo en esa micro sociedad que habían creado, paralela a la sociedad real, sin que hubiera diferenciaciones, sin reglas, sin imposiciones, donde cada componente era parte de un todo con sus características individuales.

Una sociedad donde los sacerdotes, espada en mano, hacían las guardias al borde de las torretas de vigilancia, desde donde observaban a los militares con cabeza de obispos y monaguillos impartiendo misas, catequesis e incluso clases de historia de las religiones.

Una sociedad donde los caudillos pastoreaban por los campos con sus bestias bien enfiladas y agrupadas, donde los pastores daban órdenes a sus ejércitos para que mantuvieran los campos bien cuidados y abonados, libres de matojos secos.

En general todo circulaba entorno a una sociedad inventada por el chico y sus amigos desde la perspectiva y la inocencia infantil, irreal, y libre en la que viven los niños durante su infancia, y, que, seguramente, no tendría cabida en las sociedades establecidas por los adultos, en las que en algún momento de sus vidas también formarán parte, pero para ellos en esos momentos de juego era la única forma de entenderlo.

Mientras, pasaban los días, las semanas y los meses sin que se dieran cuenta del paso del tiempo, de que cada día eran más chiquillos los que se sumaban al juego, de que cada vez eran más extensos los grupos sociales, y a todos ellos había que organizarlos, había que establecer unos criterios de distribución porque se estaban dando cuenta de que se empezaban a molestar los unos a los otros; el espacio cada vez era menor y se hacía complicado moverse sin que ello diera lugar a algún encontronazo que antes nunca los hubo. Se empezaban a hacer preguntas sobre cómo llevar a cabo ese ordenamiento sin interferir en la libertad de la que habían podido disfrutar hasta el momento.

La situación se hacía cada vez más complicada, pero la iban resolviendo con ingenio, y sobre todo, poniendo a todas las partes de acuerdo, y conformes con las decisiones que se tomaban desde la poca experiencia que tenían, pero que iban aplicando de la mejor manera a pesar de sus infantiles pero maduros criterios, según avanzaba el tiempo.

Una de las decisiones más duras que tuvieron que tomar fue que debían pensar en cambiar de espacio a otro que fuera más extenso o en prescindir de un gran número de componentes de cada agrupación. La sociedad real no admitía más ocupación y les presionaba para que se mantuvieran donde estaban sin crecer más o les obligarían a desaparecer o, si no, les mandarían al exilio, alejados y excluidos.

Ante la resistencia que ponían a la presión por parte de la sociedad real, ésta se vio obligada a ir imponiéndoles poco a poco las normas que ella marcaba a sus ciudadanos adultos, normas que eran más opresivas, más restrictivas, y que, claramente, chocaban directamente con las suyas, que eran más flexibles, en forma y fondo.

Todo ello fue dando lugar a que se platearan o no, el cambio, o quedarse en el mismo lugar a pesar de tener que sufrir una presión constante, lo que les obligaría a tener que cambiar criterios para defender su integridad como sociedad particular.

Mientras tanto, en el albergue de aquella región de Egipto, en una pequeña y oscura habitación, la guapa madre fugitiva se dedicaba en cuerpo y alma a cuidar, en los que serían los últimos días de vida de su amado marido. La enfermedad ya no le permitía levantarse, ni siquiera incorporarse para alimentarse, asearse y menos hacer sus necesidades, que se veían difíciles de llevar a cabo por la inanición y fragilidad cada vez más acuciante por la que iba pasando. El que llegara a ser un buen marido, un buen padre, buen trabajador de sus tierras, cuando las tuvieron en propiedad hasta que se las expropiaran, ahora se veía indefenso e impedido para cumplir con su amada mujer y con su querido hijo, ajeno éste todo este tiempo del mal estado de salud de su querido padre.

Hasta el día de hoy, el albergue se convirtió en el hogar que perdieron, el hogar que dejaron atrás y nunca recuperarían. Hicieron de él un espacio seguro, protegidos por una sociedad inclusiva, donde poder dedicar todos los cuidados que la enfermedad demandaba mientras le llegara el momento de emprender otro camino, al que no acompañarían. El albergue ya no daba cabida a otros vecinos que no fueran ellos y los cientos, miles de chiquillos que se afanaban en distribuir cada una de sus pequeñas agrupaciones por todos los espacios exteriores, e interiores en algunos casos.

Pronto tendrían que plantearse las medidas a tomar para que, en la medida que ya no podían crecer más por las presiones externas recibidas desde la sociedad real, tomar la decisión difícil de ocupar otras extensiones alejadas de allí, decidir si prescindir de algún grupo o, por el contrario, rendirse y acabar de una vez con todo y que cada uno vuelva a su lugar dentro de la sociedad real.

Pasaron días y noches sin que supieran qué era lo mejor que podían hacer hasta que se vieron tan presionados que no tuvieron más remedio que ir abandonando las diferentes estancias del albergue y dirigirse poco a poco en busca de esa extensión de terreno fuera de la sociedad real donde quedarían controlados y confinados para siempre, supeditados a no poder moverse de una sociedad a otra, si no querían recibir el castigo correspondiente.

Ese exilio también le exigió al niño tomar la decisión más importante que iba a tener que tomar en su vida, a pesar de la corta edad del niño, y no era otra que dejar a su madre sola para ver cumplido y culminar el sueño con el que durante tanto tiempo venía soñando y ocupando su vida desde hace mucho tiempo, y no era otra cosa que crear una sociedad libre, donde sentirse libre, donde ser iguales y respetar al prójimo, a pesar de tener que hacerlo fuera del que habría sido su territorio original de creación, estaban dispuestos a tener que pagar ese peaje con tal de llegar a tal fin.

Después de haber enterrado a su querido padre, le tocaba hacer lo que nunca se imaginaría que llegaría suceder, despedirse y dejar atrás a la que fuera su cuidadora,su educadora y compañera de viaje. Triste y desolado por la pérdida de su padre y por dejar atrás lo que más quería en el mundo, se armó de fuerzas para que su madre no le viera cabizbajo y que sí se sintiera orgullosa de lo que se había propuesto llevar a cabo desde que llegaron al albergue y que en esos mismos momentos estaba próximo a hacer realidad.

La despedida fue dura y de una carga sentimental enorme por parte de los dos, y ya nunca nada ni nadie impediría ni empañaría el orgullo con el que se disponía a poner en marcha tal empresa más importante de sus vidas con una significativa distancia desde donde ninguno sabía si se volverían a ver...

La libertad no es digna de tener si no incluye la libertad de cometer errores (Mahatma Gandhi)

FIN

Cuento “Rompecabezas” de Benito Pérez Galdós (en cursiva).

Lucas González 17 años 2º Bachillerato B *Comienzo de mi parte del cuento.