Saltar al contenido

Centro y Aula

El análisis de las interacciones entre el todo y la parte nos remite, necesariamente, a la complejidad de la escuela como sistema, como organización y como comunidad. Para Levy—Leblond[1] los sistemas complejos conjugan una heterogeneidad estructural, en el sentido de que se manifiesta en ellos una estructura jerarquizada en niveles de organización, con una reciprocidad funcional, que alude a la existencia de acciones recíprocas entre elementos y niveles, en definitiva, a conexiones e influencias causales de carácter circular.

Éste es el caso de la escuela en tanto que sistema social, en el cual el todo –el centro educativo en su conjunto— influye en las partes —el aula y, en el límite, las personas individualmente consideradas que lo componen— y es influido por ellas. Existe pues una relación causal fluida entre la realidad del aula y la del centro que se acomoda a un esquema de codefinición recíproca. El ambiente del aula y sus resultados concretos contribuyen al ambiente del centro y a sus resultados globales; y, viceversa, los factores que son típicos del conjunto influyen sobre aquéllos característicos de sus unidades componentes.

El propósito de incidir —ahora explícitamente— en la interacción, aún a costa de recuperar algunos de los enfoques precedentes, es doble. Por una parte se trata de poner aún más el acento en la necesaria coherencia entre el centro y el aula, en la armonización de sus planteamientos y en la coordinación de sus esquemas de influencia sobre el alumnado, como claves de la máxima efectividad de las políticas y de las prácticas escolares; dichas prácticas han de alcanzar a todos con el menor número posible de contradicciones o de interferencias negativas. Por otro lado, se pretende que los logros en el nivel que es propio del aula refuercen los que son característicos del nivel de centro, y viceversa, de acuerdo con un círculo virtuoso de consolidación de actitudes y de avance en los hábitos y en las conductas.       

Toda interacción está mediada por aquello que, de uno u otro modo, se comparte; en este caso, los valores, las actitudes y los hábitos, que se convierten aquí, mediante una suerte de bucle causal, en mediadores de la interacción y, a un tiempo, en productos de la propia interacción.

En el marco de las teorías de la complejidad Edgar Morin[2] razona sobre las relaciones entre individuo y sociedad de un modo análogo,  lo que, por su poder aclaratorio, merece la pena traer a colación:

Hay sociedad allá donde las interacciones comunicativas/asociativas constituyen un todo organizado/organizador (…); como toda entidad de naturaleza sistémica, está dotada de cualidades emergentes y con sus cualidades retroactúa en tanto que todo sobre los individuos y los transforma en miembros de esa sociedad (…). La sociedad es producida por las interacciones entre los individuos que la constituyen (…); como todo organizado y organizador, retroactúa para incidir sobre los individuos mediante la educación, el lenguaje, la escuela.

De conformidad con esa visión de la escuela como sistema complejo[3], las prácticas para una interacción positiva entre el centro y el aula habrán de aparecer, en buena medida, como repetición de las consideradas al abordar aquéllos por separado.

Algún lector avezado habrá advertido ya que buena parte de las prácticas recomendadas a nivel de centro gozan también de sentido en el nivel que es propio del aula. La razón profunda de lo anterior estriba en esa codefinición mutua —aludida más arriba— de los diferentes niveles de la realidad escolar; lo que explica, asimismo, por qué en el presente capítulo se reiterarán una parte significativa de los epígrafes descritos en capítulos anteriores,  aunque procediendo de un modo sintético y poniendo el acento en la perspectiva de la interacción.

 

 


[1] Levy-Leblond, J. M. (1991). ”La physique, une science sans complexe?”. En  Les théories de la complexité. Fogelman. Seuil. París

[2] Morin, E.(1990). Introduction a la pensée complexe, pp 115—116. ESF  Éditeur. París.

[3] López Rupérez, F. (1997). “Complejidad  y Educación”. Revista Española de Pedagogía, 206, pp 103-112