Existe suficiente evidencia empírica como para aceptar que la exigencia escolar por parte del profesor —que induce en los alumnos el desarrollo de hábitos de trabajo y disciplina personal, y de buena parte de los valores de la esfera de la voluntad– constituye una práctica efectiva, a condición de que vaya acompañada de una relación considerada y afectuosa, particularmente en los entornos menos favorecidos socialmente. Las investigaciones de Aletta Grisay ^[1] han permitido identificar que en las escuelas populares eficaces, los profesores son exigentes y, en relación con las expectativas respecto a sus alumnos, asumen aquella máxima que afirma que “quien quiere puede”. Pero esos niños y niñas que, por sus circunstancias familiares, son los que más necesitan de la escuela, no pueden ser abandonados por la institución a sus propias posibilidades. Como destaca Baillon^[2]:

  “... necesitan ser guiados, encuadrados, controlados firmemente en su trabajo escolar por sus profesores, pero también animados, sostenidos afectivamente por profesores amigables”.

A partir de su experiencia personal de mal alumno, el escritor francés M. Pennac en su obra Mal de Escuela caracteriza a los buenos profesores, desde sus recuerdos de adolescente, en los siguientes términos: 

“Tomaban en consideración tanto a los buenos como a los malos alumnos y sabían reanimar en los segundos el deseo de comprender. Acompañaban nuestros esfuerzos, se  alegraban de los progresos, no se impacientaban por nuestras lentitudes, nunca consideraban nuestros fracasos como una injuria personal y se mostraban con nosotros de una exigencia tanto más rigurosa cuanto que estaba basada en la calidad, la constancia y la generosidad de su propio trabajo (Pág. 221).

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[1] GRISAY,A. (1990) – “Des indicateurs d’efficacité pour les établisements” Education et formation, 22 

[2] BAILLON,R. (1991) – La bonne école. Evaluation et choix du college et du Lycée. Hatier, París