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Visor

Antología del teatro anterior a 1939

Teatro de éxito.

Eduardo Marquina. Por los pecados del Rey. 1913

ACTO SEGUNDO

MARÍA
Señor...
REY
           Quiero esta noche, en mi vajilla,
volverte el vaso de agua de Castilla.
¿Es demasía? ¿Acaso el Soberano
no ha de ser en su corte cortesano?
Y si, ayudando yo cuanto he podido,
tanto en fama has crecido,
que es tu nombre, María la Candado,
grande entre los mayores del tablado,
grande es Diego Velázquez, que en la tinta
de sus pinceles, lleva en cifra un mundo,
no conoce segundo,
y para mí, cuando lo mando, pinta.
MARÍA
¡Y para vos es mi arte y lo que expresa!
¿Pero por qué sentarme á vuestra mesa,
Majestad? ¿Por qué honores que no espero?
REY
Porque olvidé decirte que te quiero.
MARÍA
¿Y si piedad á vuestro pies imploro?
REY
Responderé que mando y que te adoro.
MARÍA
¿Ni huyendo de Madrid me salvaría?
REY
No, porque he decidido que eres mía.
¿Tienes miedo?
MARÍA
                   ¡Jamás lo he conocido,
en la firmeza del deber cumplido!
¡Para mi Rey todas mis horas cuentan,
cuando Dios y el deber me lo consientan I
REY
¿Y cuando no?
MARÍA
                             ¡La muerte,
señor, no tiene reyes que la obliguen!
REY
Trasciende á Lope; la expresión es fuerte;
¡yo haré que mis censores la mitiguen!
(Va a salir por la lateral izquierda, a los pocos pasos vuelve para decirle a la Candado.)
No, María ; no quiero,
dejándote dolida, irme severo,
que, aunque es rigor fingido,
bien pudo herir tu corazón sincero.
Lo de la fiesta queda establecido :
dejaremos el Pardo á medio día;
tú, con tu dueña, espera,
que yo he de acompañarte á tu litera
y hay gente en los jardines todavía.
Te daré escolta hasta Madrid ; prohibo
que salga al paso nadie; iré á tu estribo.
Y ya de noche, cuando
cruja la arena del jardín, llegando,
nadie ha de ver la diestra en cuyo guante
tu mano encuentre una prisión de ante
para bajar, y que será mi diestra.
¿Hasta pronto, María?
MARÍA
                                      Es orden vuestra.
(Sale el Rey por la lateral izquierda. Está unos momentos María a verle desaparecer; en seguida corre hacia el fondo, gritando.)
¡Jamás!... ¡Antes la fuga!

Jacinto Benavente. Los intereses creados. 1907

Acto I: Cuadro primero, Escena I 

LEANDRO y CRISPÍN que salen por la segunda izquierda.

LEANDRO.-Gran ciudad ha de ser ésta, Crispín; en todo se advierte su señorío y riqueza.

CRISPÍN.-Dos ciudades hay. ¡Quisiera el Cielo que en la mejor hayamos dado!

LEANDRO.-¿Dos ciudades dices, Crispín? Ya entiendo, antigua y nueva, una de cada parte del río.

CRISPÍN.-¿Qué importa el río ni la vejez ni la novedad? Digo dos ciudades como en toda ciudad del mundo: una para el que llega con dinero, y otra para el que llega como nosotros.

LEANDRO.-¡Harto es haber llegado sin tropezar con la justicia! Y bien quisiera detenerme aquí algún tiempo, que ya me cansa tanto correr tierras.

CRISPÍN.-A mí no, que es condición de los naturales, como yo, del libre reino de Picardía, no hacer asiento en parte alguna, si no es forzado y en galeras, que es duro asiento. Pero ya que sobre esta ciudad caímos y es plaza fuerte a lo que se descubre, tracemos como prudentes capitanes nuestro plan de batalla, si hemos de conquistarla con provecho.

LEANDRO.-¡Mal pertrechado ejército venimos!

CRISPÍN.-Hombres somos, y con hombres hemos de vernos.

LEANDRO.-Por todo caudal, nuestra persona. No quisiste que nos desprendiéramos de estos vestidos, que, malvendiéndolos, hubiéramos podido juntar algún dinero.

CRISPÍN.-¡Antes me desprendiera yo de la piel que de un buen vestido! Que nada importa tanto como parecer, según va el mundo, y el vestido es lo que antes parece.

LEANDRO.-¿Qué hemos de hacer, Crispín? Que el hambre y el cansancio me tienen abatido, y mal discurro.

CRISPÍN .-Aquí no hay sino valerse del ingenio y de la desvergüenza, que sin ella nada vale el ingenio. Lo que he pensado es que tú has de hablar poco y desabrido, para darte aires de persona de calidad; de vez en cuando te permito que descargues algún golpe sobre mis costillas; a cuantos te pregunten, responde misterioso; y cuanto hables por tu cuenta, sea con gravedad; como si sentenciaras. Eres joven, de buena presencia; hasta ahora sólo supiste malgastar tus cualidades; ya es hora de aprovecharte de ellas. Ponte en mis manos, que nada conviene tanto a un hombre como llevar a su lado quien haga notar sus méritos, que en uno mismo la modestia es necedad y la propia alabanza locura, y con las dos se pierde para el mundo. Somos los hombres como mercancía, que valemos más o menos según la habilidad del mercader que nos presenta. Yo te aseguro que así fueras vidrio, a mi cargo corre que pases por diamante.

Jacinto Benavente. La malquerida. 1913

RAIMUNDA.– ¿La copla? Una copla que han sacao... Una copla que dice... ¿Cómo dice la copla?...

NORBERTO.-

El que quiera a la del Soto
tiene pena de la vida.
Por quererla quien la quiere
le dicen la Malquerida.

RAIMUNDA.– Los del Soto somos nosotros, y así nos dicen, en esta casa... Y la del Soto no puede ser otra que la Acacia... ¡mi hija! Y esa copla... es la que cantan todos... Le dicen la Malquerida... ¿No dice así? ¿Y quién la quiere mal? ¿Quién pue quererla mal a mi hija? La querías tú y la quería Faustino... Pero, ¿quién otro pue quererla, y por qué le dicen Malquerida?... Ven acá.. ¿Por qué dejaste tú de hablar con ella, si la querías? ¿Por qué? Vas a decírmelo too... Mira que peor de lo que ya sé no vas a decirme nada...

NORBERTO.– No quiera usted perderme Y perdernos a todos. Nada se ha sabio por mí; ni cuando me vi preso quise decir naa... se ha sabio, yo no sé cómo, por el Rubio, por mi padre, que es la única persona con quien lo tengo comunicao... Mi padre si quería hablarle a la justicia, y yo no le he dejao, porque le matarían a él y me matarían a mí.

RAIMUNDA.– No me digas na; calla la boca... Si lo estoy viendo todo, lo estoy oyendo todo. ¡La Malquerida, la Malquerida! Escucha aquí. Dímelo a mí todo... Yo te juro que pa matarte a ti, tendrán que matarme a mí antes. Pero ya ves que tie que hacerse justicia, que mientras no se haga justicia, el tío Eusebio y sus hijos han de perseguirte, y de esos sí que no podrás escapar. A Faustino le han matao pa que no se casara con la Acacia, Y tú dejaste de hablar con ella pa que no hicieran lo mismo contigo. ¿Verdad? Dímelo todo.

NORBERTO.– A mí se me dijo que dejara de hablar con ella, porque había el compromiso de casarla con Faustino, que era cosa tratada de antiguo con el tío Eusebio, y que si no me avenía a las buenas, seria por las malas, y que si decía algo de todo esto..., pues que...

RAIMUNDA.– Te matarían. ¿No es eso? Y tú...

NORBERTO.– Yo me creí de todo, y la verdad, tomé miedo, y pa que la Acacia se enfadara conmigo, pues principié a cortejar a otra moza, que na me importaba... Pero como luego supe que na era verdad, que ni el tío Eusebio ni Faustino tenían tratao cosa ninguna con tío Esteban... Y cuando mataron a Faustino..., pues ya sabía yo por qué lo habían matao; porque al pretender él a la Acacia, ya no había razones que darle como a mi; porque al tío Eusebio no se le podía negar la boda de su hijo, y como no se le podía negar, se hizo como que se consentía a todo, hasta que hicieron lo que hicieron, que aqui estaba yo pa achacarme la muerte. ¿Qué otro podía ser? El novio de la Acacia, por celos... Bien urdío sí estaba. ¡Valga Dios que algún santo veló por mi aquel día! Y que el delito pesa tanto que él mismo viene a descubrirse.

RAIMUNDA.– ¡Quíe decirse que todo ello es verdad! ¡Que no sirve querer estar ciegos pa no verlo!... Pero, ¿qué venda tenía yo elante los ojos?... Y ahora todo como la lus de claro... Pero, ¡quién pudíea seguir tan ciega!

Joaquín y Serafin Alvarez Quintero. Malvaloca. 1907

(Llega Malvaloca. Se detiene un punto en medio del jardín, mirando a todos lados, como quien duda adonde dirigirse, y al ver a Leonardo en el corredor vuela hacia él. Malvaloca es bella: su cara, risueña y comunicativa; su cuerpo, gentil y ligero; su traza, popular. Sus cabellos negros, rizados y cortos, parece que los sacude al aire, según se agitan a impulsos de la nerviosa actividad de la cabeza, llena de fantasías y disparates, que se mueve como la de un pájaro. Viste falda de un solo color, blusa blanca, zapato de charol con hebilla, y mantoncillo de seda negro puesto a modo de chal. Trae ricos pendientes, sortijas y pulseras, que contrastan con la sencillez del vestido. Leonardo al verla aparecer, se levanta un poco sorprendido. Barrabás se acerca a la hermana Carmen como para comentar la visita. Luego se aleja.)

Malvaloca.— Buenos días.

Leonardo.— Buenos días.

Malvaloca.— ¿Éste es el Asilo de las Hermanitas del Amor de Dios?

Leonardo.— Este mismo.

Malvaloca.— Grasias. Yo vi er postiguiyo abierto, y me entré; pero en mita er jardín temí  haberme metió en otra parte.

Leonardo.— Pues éste es el Asilo.

Malvaloca.— Sí; ya veo ayí una monja. Y... ¿usté podrá desirme...?

Leonardo.— ¿Qué?

Malvaloca.— ¿Es aquí donde están curando a un herido...?

Leonardo.— Aquí es.

Malvaloca.— ¿Usté ya sabe por quién pregunto?

Leonardo.— Por Salvador García, ¿no?

Malvaloca.— Cabalito; por Sarvadó Garsía. ¿Cómo está?

Leonardo.— Ya está casi bueno.

Malvaloca.— ¿Sí? Pero ¿ha estao grave?

Leonardo.— Grave no diré yo. Ha sufrido bastante. Las quemaduras fueron horribles, y las curas muy dolorosas.

Malvaloca.— En Seviya corrió que se había achicharrao en una fragua.

Leonardo.— ¡Ave María Purísima!

Malvaloca.— Cosas de la gente, ¿verdad? Me lo dijo... ¿Quién me lo dijo a mí? ¡Ah! Matirde la Chata, que nunca lo ha mirao con buenos ojos.

Leonardo.— ¿Usted viene ahora de Sevilla?

Malvaloca.— Ahora mismo. No he hecho más que arreglarme un poco y busca er convento. Y venío por enterarme de la verdá: por salí de dudas; por verlo a é.

Leonardo.— Es usted buena amiga suya, según parece.

Malvaloca— ¡Uh! (Este ¡uh! de Malvaloca es como un trino. Lo emplea siempre con inflexión ponderativa y gracioso ademán cuando no acierta a encerrar en palabras todo lo que quiere decir. Detrás de cada ¡uh! su imaginación pone un mundo.)

Leonardo.— Mucho, ¿eh?

Malvaloca.—Ya me quedé en amiga; pero he sío una mijiya más. Er tiempo to lo acaba.

Leonardo.— Menos las amistades, por lo visto.

Malvaloca.— Donde candelita hubo... ¿Usté también es amigo de Sarvadó?

Leonardo.— Amigo y algo más.

Malvaloca.— ¿Cómo es eso?

Leonardo.— Porque somos compañeros en el negocio de la fundición.

Malvaloca.— ¿De qué fundisión?

Leonardo.— De la fundición de metales en que ha pasado la desgracia. ¿Es que no tiene usted noticias de la fundición?

Malvaloca.— ¡Si yo hase más e dos años que no lo veo! Pero ahora estoy pensando... ¿Quién me dijo a mí que Sarvadoriyo se había metió a hasé carderas?

Leonardo.— (Sonriendo.) Probablemente esos informes saldrán de la misma fuente que los otros.

Malvaloca.— No, la Chata no fue. ¿Qué más da quién fuera? ¿De manera que usté y Sarvadó...?

Leonardo— Sí; somos socios.

Malvaloca.— ¿Desde cuándo?

Leonardo.— Desde hace poco tiempo. Nuestra amistad, que es muy reciente, es ya muy estrecha.

Malvaloca.— Es que Sarvadó es mu simpático.

Leonardo.— Muy simpático es.

Malvaloca.— Se yeva a la gente de caye, ¿verdá?

Leonardo.— A mí me ha llevado, a lo menos.

Malvaloca.— Y a to er que lo trata. En este mundo lo que manda es la simpatía.

Leonardo.— ¿Usted cree?

Malvaloca.— Estoy segura. Er cariño mayó no es otra cosa que una simpatía. Una simpatía tan grande, tan grande, que no sabe usté viví sin aqueya persona.

Leonardo.— Quizás.

Malvaloca.— Déle usté er nombre que usté quiera; amó, amista, cariño... lo que a usté se le antoje. Escarba usté... y simpatía. ¿Usté no ve que a los piyos se les quiere más que a los tontos? Y eso ¿por qué es? Porque los piyos son siempre más simpáticos. No le dé usté vuertas.

Carlos Arniches. La señorita de Trevélez, 1910

ACTO SEGUNDO, ESCENA V

Numeriano Galán; luego, Florita.

NUMERIANO. (Cae desfallecido sobre un banco.)
- ¡Ay, Dios mío! Bueno; yo hace quince días que no duermo, ni como, ni vivo... ¡Y yo que nunca he debido un céntimo, me he hecho hasta tramposo!... Porque entre los dos perros y el marco, que lo estoy pagando a plazos, se me va la mitad del sueldo. ¡Qué cuadrito!... Don Gonzalo le llama “la mancha”, pero quia. Es muchísimo más grande. La Mancha y la Alcarria, todo junto. ¡No le he puesto más que un listón alrededor y me ha subido a veinticinco duros!... ¡Ay!, yo estoy enfer­mo, no me cabe duda. Tengo dolor de cabeza, inquietud, espasmos nerviosos; porque además de todo esto, esa mujer me tiene loco. Es de una exaltación, de una vehemencia y de una fealdad que consternan. Y luego tiene unas indirec­tas... Ayer me preguntó si yo había leído una novela que se titula “El primer beso”, y yo no la he leído; pero aunque me la supiera de memoria... ¡Esas bromitas, no! Y para colmo, habla con un léxico tan empalagoso, que para estar a su altura me veo negro. Aquí me he venido huyendo de ella... Aquí, siquiera por unos momentos, estoy libre de esa visión horrenda, de esa visión...

FLORITA. (Apartando el ramaje del fondo de la fuente, asoma su cara risueña y dice melodiosamente.) ¡Nume!

NUMERIANO.(Levantándose de un salto tremendo. Aparte.) ¡Cuerno!... ¡La visión!

FLORITA.- Adorado Nume.

NUMERIANO. (Con desaliento.) ¡ Florita!

FLORITA.(Saliendo, lo mira.) ¡Pero cuán pálido! ¡Estás in­coloro! ¿Te has asustado?

NUMERIANO. (Desfallecido.) Si me sangran, no me sacan un coágulo.

FLORITA. Pues yo, errabunda, hace un rato que de un lado a otro del parterre vago en tu busca, ¿Y tú, amor mío?

NUMERIANO. ¡Yo vago también; pero más vago que tú, me había sentado un instante a delectarme en la contemplación de la noche serena y estrellada!...

FLORITA. ¡Oh Nume!... Pues yo te buscaba.

NUMERIANO. Pues si yo sé que me buscas, te juro que corro, que corro a tu encuentro.

FLORITA. Y dime, Nume: ¿qué hacías en este paradisíaco rincón?

NUMERIANO. Rememorarte. (Aparte.) Con más elegancia, ni D'Anunzzio.

FLORITA. ¡Ah Nume mío, gracias, gracias! ¡Ah, no puedes suponerte cuánto me alegro encontrarte en este lugar recón­dito!

NUMERIANO. Bueno; pero, sin embargo, yo creo que debíamos irnos, porque si alguien nos sorprendiera arrinconados y extá­ticos, podía macular tu reputación incólume, y eso molesta­ríame.

FLORITA. ¿Y qué importa, Nume?... ¡La felicidad es un pá­jaro azul que se posa en un minuto de nuestra vida y des­pués levanta el vuelo, y Dios sabe en qué otro minuto se volverá a posar!

NUMERIANO. Sí ; pero figúrate que ahora viene el pájaro y se posa; pero luego pasa uno y nos lo espanta y encima lo divulga, y ¿qué pasa? Pues que te pesa. Hay que estar en todo. (Intenta irse.)

FLORITA. (Deteniéndole.) Nume, no seas tímido. La dicha es efímera. Siéntate, Nume.

NUMERIANO. No me siento, Florita. (Aparte.) ¡A solas la tengo pánico!

FLORITA. Anda, siéntate, porque quiero en este rincón de en­sueño pedirte una revelación... (Le obliga a sentarse.)

NUMERIANO. ¡Una revelación!... Bueno; si eres rápida y sin­tética, atenderéte ; pero si no, alejaréme. Habla.

FLORITA. Vamos a ver, Nume, con franqueza: ¿por qué te he gustado yo?

NUMERIANO. Por nada.

FLORITA. ¿Cómo?

NUMERIANO. Quiero decir que no me has gustado por nada y... me has gustado por todo. Te he encontrado...

FLORITA.¿Qué?... ¿Qué?...

NUMERIANO.Te he encontrado un no sé qué..., un qué sé yo..., un algo así, indefinible; un algo raro. ¡Raro, esa es la pa­labra!

FLORITA. Bueno; ¿qué te han gustado más, los ojos, la boca, el pie?

NUMERIANO. Ah, eso, no, no...; detallar, no he detallado. Me gustas en globo, vamos...

FLORITA. ¡En globo! ¡Qué concepto tan elevado!

NUMERIANO. Sí; elevadísimo; lo más elevado posible..., como corresponde a mi admiración.

FLORITA. ¡Ah Nume mío, gracias, gracias!

NUMERIANO. No hay de qué.

FLORITA.Y dime, Nume, una simple pregunta: ¿tú has visto por acaso en el “cine” una película que se titula “Luchando en la oscuridad”?

NUMERIANO. ¿En la oscuridad?... No; yo en la oscuridad no he visto nada.

FLORITA. ¡Lo decía, porque en una de sus partes hay una escena tan parecida a ésta!

NUMERIANO. (Aterrado.) ¿Sí? (Intenta levantarse. Ella le de­tiene.)

FLORITA. Es un jardín. Un rincón poético, una fontana rumo­rosa, la luna discreta, dos amantes apasionados...

NUMERIANO. (Con miedo creciente.) ¡Qué casualidad!

FLORITA. De pronto los amantes, yo no sé por qué, se miran, se prenden de las manos, se atraen.

NUMERIANO. (Aparte.) ¡Cielos!

FLORITA. Y un beso une sus labios; un beso largo, prolon­gado; uno de esos besos de “cine”, durante los cuales todo se atenúa, se desvanece, se esfuma, se borra, y... aparece un letrero que dice “Milano Films”. Pues bien, Nume: ese final...

NUMERIANO. ¡No, no...; jamás..., Florita! Cálmate o pido socorro... No quiero dejarme llevar de la embriaguez. ¡Yo no llego al Milano ni aunque me emplumen!...

FLORITA. ¡Pero, Nume mío!...

NUMERIANO. No, Flora; hay que hacerse fuertes... Vámonos, vida mía. Vámonos o llamo. (Se escucha planísimo el vals de “Eva”.)

FLORITA. (Exaltada.) Espera..., atiende... ¡Oh, esto es un pa­raíso! ... ¿No escuchas?

NUMERIANO. Sí ; el vals de “Eva”.

FLORITA. ¡Delicioso!

NUMERIANO. Delicioso; pero vámonos.

FLORITA. ¡Divina, suave, enloquecedora melodía de amor! ¿Quieres que nos vayamos como en las operetas?...

NUMERIANO. Vámonos, y vámonos como te dé la gana.

FLORITA.¡Oh Nume!... (Se van bailando el vals.)

NUMERIANO. ¡Por Dios, Florita, no aprietes, que congestionas! (Hacen mutis bailando. Vanse por la izquierda.)

Carlos Arniches. La venganza de la Petra. 1917

De pronto, en la mesilla de noche, suena agudo, vibrante y escandaloso el timbre del despertador

NICOMEDES.(Da luz. Se incorpora rápido y furioso y trata de detenerle.) ¡Para, hombre, para!... ¡Soo, hombre, soo!... (Le ha parado ) ¡Maldita sea, qué despertadorcito!...¡Rediez, miá que ha salido malo!... No hay mañana que no me corte el sueño el ladrón éste... ¡La sangre perra de mi mujer, que si pudiera me ponía la Banda Municipal en la mesilla de noche pa no dejarme dormir por las mañanas, (iracundo, dirigiéndose al despertador.) ¡Pero ni ella se sale con la suya ni tú tampoco! Y ahora te pongo una hora más tarde, ¡hale! (Le da cuerda con rabia y deprisa.) A mí, por buenas, lo que se quiera, pero con escándalos, nada. (Deja el despertador en la mesa de noche y se vuelve a tumbar.) Hay que tener energía. (Apaga de nuevo y se arropa A poco suenan dos aldabonazos en la puerta del piso. NICOMEDES saca la cabeza del embozo, atiende y la vuelve a meter; suenan otros dos aldabonazos.) ¡Y ahora llaman!.. ¡Maldita sea!... (Llamando a su mujer.) ¡Nicanoraaa! Pero, ¿no oyes que llaman? (Silencio.) Se conoce que ha bajao por los muñuelos pal desayuno, (otros dos aldabonazos.) ¡No hay nadie!

VOZ. (Dentro.) Señor Nicomedes, ¿pero no me oye usted?

NICOMEDES. Estoy durmiendo.

VOZ. Abra usté, hombre...

NICOMEDES. (Muy fuerte y muy enfadado.) Pero, ¿Cómo te voy a abrir?.... ¿No te digo que estoy durmiendo? Si eres el de El Liberal, ¡échalo por debajo la puerta!

VOZ. Soy el de la leche.

NICOMEDES. Pos échala por debajo e la puerta también, porque yo no me levanto, (Se tumba de nuevo. Llaman otra vez.) Sí, llama, llama... ¡No le he hecho caso al despertador y te voy a hacer caso a ti!... ¡Pero qué pretensiones tién algunos! Ahora que, claro (Se sienta en la cama, da luz.) entre unos y otros m'han espabilao de una forma, que ya... ¡maldita sea! (Enciende un pitillo.) Y por lo que más lo siento es porque me han cortao un sueño... ¡mi madre, qué sueño!... ¡una volutuosidad!... Estaba soñando que un encanto de vecinita que tengo arriba me se había pasao debajo al entresuelo y se había asomao al balcón a llamar a uno de esos que venden miel de la Alcarria. Bueno, la moza tié un escote que es pa verlo en series, y como es suyo, que la mujer no se lo ha quitao a nadie, pues no quié esconderlo y llevaba el matine un poco abierto... En esto, me asomo yo, y, claro, miro así, dende arriba y... ¡qué miel!... ¡qué miel la que le estaban despachando!... ¡Como que si no me despiertan, a estas horas estoy en la Alcarria. Voy a ver si me vuelvo a dormir y la encuentro asomada entoavía. Me he quedao a media miel. (Se tumba de nuevo; apaga.)

ESCENA II

NICOMEDES y NICANORA

NICANORA. (Entreabre quedamente la puerta de la alcoba y llama en voz muy baja.) Nicomedes.

NICOMEDES. ¡Arrope... mi mUjer! (Se tapa cabeza y todo.)

NICANORA. (insistiendo.) ¡Nicomedes!... Está hecho un leño entavia el bigardo este... ¡Maldita sía!... (Cierra de nuevo la alcoba. Entreabre un balcón, haciéndose mayor claridad en el comedor y se ve a través de los visillos la silueta de la mujer que deja sobre la mesa un junco de buñuelos y una cacharrilla de leche.)

NICOMEDES. Pos sí que me choca que s'haiga conformao. ¿Habrá ido a coger los zorros como otros días pa ayuda del despertador?

NICANORA. (Entreabriendo otra vez la alcoba y asomando la cabeza.) ¡Nicomedes!... (Más fuerte.) ¡ Nicomedes!...(Gritando, entra furiosa.) ¡Pero, Nicomedes!...

NICOMEDES. (Fingiendo que despierta sobresaltado.) ¿Qué pasa? ¿Hay fuego?

NICANORA. Hay poca vergüenza. Eso es lo que hay.

NICOMEDES. Como me llamas con esas prisas.

NICANORA. Amos, hombre, ¿pero no te da lacha?

NICOMEDES.¿A mí, de qué?

NICANORA. ¡Que van a dar las diez!

NICOMEDES. ¿Y qué culpa tengo yo? Que den cuando quieran. ¿Es que yo me opongo?

NiCANORA ¡Cámara, tú eres como las casas de la Gran Vía, hijo! Pa levantarte a tí hacen falta siete cuadrillas de obreros.

NICOMEDES. Que soy espacioso y monumental.

NiCANORA. Y fresco,

NICOMEDES. Istálame la calefacción.

NICANORA. Si se estilara la de leña, de buena gana... que me repudres la sangre de una forma, ¡que hay que ver!... porque luego es la una y la casa empantana, y viene cualquiera y la vergüenza la paso yo.

NICOMEDES. ¡Pero es que no le puede uno tomar apego ni a la lana siquiera, señor!

NICANORA. ¡A más; que lo que me puede es ver la pachorra que tienes! Tú ahí tumbao a la gandola y la prendería abandoná; al cuido de tu hermano, que hace u deshace lo que se l'antoja, pa que te enteres.

NICOMEDES. Mi hermano es más honrao que una lata sardinas; que no hay más que mirarla pa saber lo que tié dentro. Y ya hemos quedao en que él estará al frente de la tienda por las mañanas y yo por las tardes... después de la siesta. Eso ha hecho toa su vida la razón social Alpedrete hermanos, prenderos, desde su fundación hasta nuestros días, no festivos. De forma que...

NICANORA. Lo que es si Nuestro Señor Jesucristo te llega a decir a tí aquello que le dijo a Lázaro de «levántate y anda...», le pones en ridículo.

NICOMEDES. Según a la hora que me lo hubiese dicho.

NICANORA Bueno, bueno; déjame a mí de gaitas. ¿Quiés el chocolate con un suizo?

NICOMEDES. Pero, ¿qué voy a hacer yo con un suizo a estas horas?... Si me lo trajeras al menos con una Cristina o con una francesilla, que sabes que me gustan...

NICANORA. De eso no hay.

NICOMEDES. Pues café con bolas.

NICANORA. Mejor será el café, a ver si te espabilas. (Abre la ventana.)

NICOMEDES.¡Maldita sea! Está visto que en esta casa no se pué dormir... arriba de diez u doce horas.

NICANORA. Oye, a propósito... ¿sabes a quién me he encontrao en la buñolería?

NICOMEDES. ¿A Romanones?

NICANORA. Habla en serio alguna vez, hombre.

NICOMEDES. Si es que no caigo, señor.

NICANORA. Pues al Chinas, que m'ha dicho que el lunes se casa con la Isidora, a las seis de la mañana.

NICOMEDES. ¡Caray, qué horitas!

NICANORA. Que si queremos ir, que es en San Lorenzo, y pa mi que s'ha dajao de caer a ver si le regalamos algo. Pero figúrate tú, ¿qué le vamos a regalar?

NICOMEDES. Oye, ¿y por qué no le regalas el despertador?

NICANORA.Eso quisiás tú, so ladrón, pero te avierto que estoy ahorrando pa comprar otro.

NICOMEDES. Lo creo. |Qué tripitas!... ¡Señor, tan orientales como son las posturas apaisadas!... Porque tú fíjate a ver si esta figura no es mora.

NICANORA. ¡Mora!.. De jardín... (tirándoselos o la cara.) ¡Ponte los calcetines y alza pa arriba, so gandumbas!

Pedro Muñoz-Seca. La venganza de don Mendo

MAGDALENA
Cada vez más loca.
Trovador, soy muy hermosa,
mi piel es pulida rosa
que goce y perfume da.
Soy volcánica y mimosa,
tómame y hazme dichosa.

MENDO
¿Quién habla de goces ya
si el goce la muerte da?

MAGDALENA
Hombre de hielo, que así
responde a mi frenesí,
¿dónde tu acento escuché?
¿En dónde tus ojos vi?
¿Dónde la tu voz oí?

MENDO
No sé, señora, no sé,
ni do os vi, ni do os hablé.
Adoptando una postura gallarda.
Algún fantasma está viendo
vuestro cerebro exaltado.

MAGDALENA
(Retrocediéndose horrorizada.)
¡No, sí, no, sí, no!... ¡¡Don Mendo!!
Reponiéndose.
(¡Pero qué estoy yo diciendo?
¡Don Mendo está emparedado!)
Perdonad. Tuve un repente,
mas ya pasó, por ventura.
Sin duda la calentura
trajo de pronto a mi mente
el recuerdo, la figura
de un ladrón, de un perdulario,
de un Marqués estrafalario,
que, aunque noble y de Sigüenza,
por robar como un corsario,
murió como un sinvergüenza.

MENDO
Si me quisierais contar
esa historia, gran señora,
pudiérola yo glosar.

MAGDALENA
Luego, que no hay tiempo ahora.
Si la queréis escuchar,
¡bellísimo trovador!...
en la cueva de Algodor
aguardadme al dar la una;
que hay allí sombra y frescor
y una fuente que oportuna
saciará, sin duda alguna,
mi sed ardiente de amor.
¿Faltarás?

MENDO
                     No faltaré.

MAGDALENA
Gracias, mi tesoro, adiós.
Con mi dueña acudiré,
y tan en punto estaré,
que, al sentirnos, diréis vos:
“Es la una, y son las dos.”
¡Adiós, mi vida, mi fe!...
¡Adiós, mi tesoro, adiós!...
(Le tira un beso y entra en la tienda de la izquierda.)

MENDO
(Horrorizado.)
¿Qué es eso? ¿Tiróme un beso?
(Limpiándose.)
¿Dónde, ¡ay, Dios!, el beso dióme,
y dónde quedóme impreso?
¡Pardiez! ¿Por qué fizo aquesto
y por qué me lo tiróme?
¡Trapalona! ¡Lagartona!
¡Furia, catapulta, aborto...
que de perjurio blasona,
has de ver cómo me porto;
pues esta tarde en la cueva
adonde el hado te lleva,
juro por quien fui y no soy
que he de vengarme y que voy
a dejarte como nueva.
Porque al hacer explosión
todo el odio que hay en mí,
seré para tu expiación,
no ya un clavel carmesí,
sino un clavel reventón.
(Jura y se va por la derecha último término.)