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Visor

Antología de la novela modernista y de la Generación del 98

Unamuno.

Miguel de Unamuno. 

Niebla (Capítulo XVII) 1914

—Porque una vez que me pidió una novela para matar el tiempo, recuerdo que me dijo que tuviese mucho diálogo y muy cortado.

—Sí, cuando en una que lee se encuentra con largas descripciones, sermones o relatos, los salta diciendo: ¡paja!, ¡paja!, ¡paja! Para ella sólo el diálogo no es paja. Y ya ves tú, puede muy bien repartirse un sermón en un diálogo...

—¿Y por qué será esto?...

—Pues porque a la gente le gusta la conversación por la conversación misma, aunque no diga nada. Hay quien no resiste un discurso de media hora y se está tres horas charlando en un café. Es el encanto de la conversación, de hablar por hablar, del hablar roto e interrumpido.

—También a mí el tono de discurso me carga...

—Sí, es la complacencia del hombre en el habla, y en el habla viva... Y sobre todo que parezca que el autor no dice las cosas por sí, no nos molesta con su personalidad, con su yo satánico. Aunque, por supuesto, todo lo que digan mis personajes lo digo yo...

—Eso hasta cierto punto...

—¿Cómo hasta cierto punto?

—Sí, que empezarás creyendo que los llevas tú, de tu mano, y es fácil que acabes convenciéndote de que son ellos los que te llevan. Es muy frecuente que un autor acabe por ser juguete de sus ficciones...

—Tal vez, pero el caso es que en esa novela pienso meter todo lo que se me ocurra, sea como fuere.

—Pues acabará no siendo novela.

—No, será... será... nivola.

—Y ¿qué es eso, qué es nivola?

—Pues le he oído contar a Manuel Machado, el poeta, el hermano de Antonio, que una vez le llevó a don Eduardo Benoit, para leérselo, un soneto que estaba en alejandrinos o en no sé qué otra forma heterodoxa. Se lo leyó y don Eduardo le dijo: «Pero ¡eso no es soneto! ...» «No, señor —le contestó Machado—, no es soneto, es... sonite. » Pues así con mi novela, no va a ser novela, sino... ¿cómo dije?, navilo... nebulo, no, no, nivola, eso es, ¡nivola! Así nadie tendrá derecho a decir que deroga las leyes de su género... Invento el género, a inventar un género no es más que darle un nombre nuevo, y le doy las leyes que me place. ¡Y mucho diálogo!

—¿Y cuando un personaje se queda solo?

—Entonces... un monólogo. Y para que parezca algo así como un diálogo  invento un perro a quien el personaje se dirige.

—¿Sabes, Víctor, que se me antoja que me estás inventando?...

—¡Puede ser!


Niebla (Capítulo XXXI) 1914

Aquella tempestad del alma de Augusto terminó, como en terrible calma, en decisión de suicidarse. Quería acabar consigo mismo, que era la fuente de sus desdichas propias. Mas antes de llevar a cabo su propósito, como el náufrago que se agarra a una débil tabla, ocurriósele consultarlo conmigo, con el autor de todo este relato. Por entonces había leído Augusto un ensayo mío en que, aunque de pasada, hablaba del suicidio, y tal impresión pareció hacerle, así como otras cosas que de mí había leído, que no quiso dejar este mundo sin haberme conocido y platicado un rato conmigo. Emprendió, pues, un viaje acá, a Salamanca, donde hace más de veinte años vivo, para visitarme. [...]

—Pues bien; la verdad es, querido Augusto —le dije con la más dulce de mis voces—, que no puedes matarte porque no estás vivo, y que no estás vivo, ni tampoco muerto, porque no existes...

—¿Cómo que no existo? ——exclamó.

—No, no existes más que como ente de ficción; no eres, pobre Augusto, más que un producto de mi fantasía y de las de aquellos de mis lectores que lean el relato que de tus fingidas venturas y malandanzas he escrito yo; tú no eres más que un personaje de novela, o de nivola, o como quieras llamarle. Ya sabes, pues, tu secreto. Al oír esto quedose el pobre hombre mirándome un rato con una de esas miradas perforadoras que parecen atravesar la mira a ir más allá, miró luego un momento a mi retrato al óleo que preside a mis libros, le volvió el color y el aliento, fue recobrándose, se hizo dueño de sí, apoyó los codos en mi camilla, a que estaba arrimado frente a mí y, la cara en las palmas de las manos y mirándome con una sonrisa en los ojos, me dijo lentamente:

—Mire usted bien, don Miguel... no sea que esté usted equivocado y que ocurra precisamente todo lo contrario de lo que usted se cree y me dice.

—Y ¿qué es lo contrario? —le pregunté alarmado de verle recobrar vida propia.

—No sea, mi querido don Miguel —añadió—, que sea usted y no yo el ente de ficción, el que no existe en realidad, ni vivo, ni muerto... No sea que usted no pase de ser un pretexto para que mi historia llegue al mundo...

—¡Eso más faltaba! —exclamé algo molesto.

—No se exalte usted así, señor de Unamuno —me replicó—, tenga calma. Usted ha manifestado dudas sobre mi existencia...

—Dudas no —le interrumpí—; certeza absoluta de que tú no existes fuera de mi producción novelesca.

—Bueno, pues no se incomode tanto si yo a mi vez dudo de la existencia de usted y no de la mía propia. Vamos a cuentas: ¿no ha sido usted el que no una sino varias veces ha dicho que don Quijote y Sancho son no ya tan reales, sino más reales que Cervantes? [...]

—¡Bueno, basta!, ¡basta! —exclamé dando un puñetazo en la camilla— ¡cállate!, ¡no quiero oír más impertinencias...! ¡Y de una criatura mía! Y como ya me tienes harto y además no sé ya qué hacer de ti, decido ahora mismo no ya que no te suicides, sino matarte yo. ¡Vas a morir, pues, pero pronto! ¡Muy pronto!

—¿Cómo? —exclamó Augusto sobresaltado—, ¿que me va usted a dejar morir, a hacerme morir, a matarme?

—¡Sí, voy a hacer que mueras!

—¡Ah, eso nunca!, ¡nunca!, ¡nunca! —gritó.

—¡Ah! —le dije mirándole con lástima y rabia—. ¿Conque estabas dispuesto a matarte y no quieres que yo te mate? ¿Conque ibas a quitarte la vida y te resistes a que te la quite yo?

—Sí, no es lo mismo... [...]

—¿Cómo? —exclamé poniéndome en pie—, ¿cómo? Pero ¿se te ha pasado por la imaginación matarme?, ¿tú?, ¿y a mí?

—Siéntese y tenga calma. ¿O es que cree usted, amigo don Miguel, que sería el primer caso en que un ente de ficción, como usted me llama, matara a aquel a quien creyó darle ser... ficticio?

—¡Esto ya es demasiado —decía yo paseándome por mi despacho—, esto pasa de la raya! Esto no sucede más que...

—Más que en las nivolas —concluyó él con sorna.

—¡Bueno, basta!, ¡basta!, ¡basta! ¡Esto no se puede tolerar! ¡Vienes a consultarme, a mí, y tú empiezas por discutirme mi propia existencia, después el derecho que tengo a hacer de ti lo que me dé la real gana, sí, así como suena, lo que me dé la real gana, lo que me salga de...

—No sea usted tan español, don Miguel...

—¡Y eso más, mentecato! ¡Pues sí, soy español, español de nacimiento, de educación, de cuerpo, de espíritu, de lengua y hasta de profesión y oficio; español sobre todo y ante todo, y el españolismo es mi religión, y el cielo en que quiero creer es una España celestial y eterna y mi Dios un Dios español, el de Nuestro Señor Don Quijote, un Dios que piensa en español y en español dijo: ¡sea la luz!, y su verbo fue verbo español...

—Bien, ¿y qué? —me interrumpió, volviéndome a la realidad.

—Y luego has insinuado la idea de matarme. ¿Matarme?, ¿a mí?, ¿tú? ¡Morir yo a manos de una de mis criaturas! No tolero más. Y para castigar tu osadía y esas doctrinas disolventes, extravagantes, anárquicas, con que te me has venido, resuelvo y fallo que te mueras. En cuanto llegues a tu casa te morirás. ¡Te morirás, te lo digo, te morirás!

—Pero ¡por Dios!... —exclamó Augusto, ya suplicante y de miedo tembloroso y pálido.

—No hay Dios que valga. ¡Te morirás!

—Es que yo quiero vivir, don Miguel, quiero vivir, quiero vivir...

—¿No pensabas matarte?

—¡Oh, si es por eso, yo le juro, señor de Unamuno, que no me mataré, que no me quitaré esta vida que Dios o usted me han dado; se lo juro... Ahora que usted quiere matarme quiero yo vivir, vivir, vivir...

—¡Vaya una vida! —exclamé.

—Sí, la que sea. Quiero vivir, aunque vuelva a ser burlado, aunque otra Eugenia y otro Mauricio me desgarren el corazón. Quiero vivir, vivir, vivir...

—No puede ser ya... no puede ser...

—Quiero vivir, vivir... y ser yo, yo, yo...

—Pero si tú no eres sino lo que yo quiera...

—¡Quiero ser yo, ser yo!, ¡quiero vivir! —y le lloraba la voz.

—No puede ser... no puede ser...

—Mire usted, don Miguel, por sus hijos, por su mujer, por lo que más quiera...Mire que usted no será usted... que se morirá.

Cayó a mis pies de hinojos, suplicante y exclamando:

—¡Don Miguel, por Dios, quiero vivir, quiero ser yo!

—¡No puede ser, pobre Augusto —le dije cogiéndole una mano y levantándole—, no puede ser! Lo tengo ya escrito y es irrevocable; no puedes vivir más. No sé qué hacer ya de ti. Dios, cuando no sabe qué hacer de nosotros, nos mata. Y no se me olvida que pasó por tu mente la idea de matarme...

—Pero si yo, don Miguel...

—No importa; sé lo que me digo. Y me temo que, en efecto, si no te mato pronto acabes por matarme tú.

—Pero ¿no quedamos en que...?

—No puede ser, Augusto, no puede ser. Ha llegado tu hora. Está ya escrito y no puedo volverme atrás. Te morirás. Para lo que ha de valerte ya la vida...

—Pero... por Dios...

—No hay pero ni Dios que valgan. ¡Vete!

—¿Conque no, eh? —me dijo—, ¿conque no? No quiere usted dejarme ser yo, salir de la niebla, vivir, vivir, vivir, verme, oírme, tocarme, sentirme, dolerme, serme: ¿conque no lo quiere?, ¿conque he de morir ente de ficción? Pues bien, mi señor creador don Miguel, ¡también usted se morirá, también usted, y se volverá a la nada de que salió...! ¡Dios dejará de soñarle! ¡Se morirá usted, sí, se morirá, aunque no lo quiera; se morirá usted y se morirán todos los que lean mi historia, todos, todos, todos sin quedar uno! ¡Entes de ficción como yo; lo mismo que yo! Se morirán todos, todos, todos. Os lo digo yo, Augusto Pérez, ente ficticio como vosotros, nivolesco lo mismo que vosotros. Porque usted, mi creador, mi don Miguel, no es usted más que otro ente nivolesco, y entes nivolescos sus lectores, lo mismo que yo, que Augusto Pérez, que su víctima...

—¿Víctima? —exclamé.

—¡Víctima, sí! ¡Crearme para dejarme morir!, ¡usted también se morirá! El que crea se crea y el que se crea se muere. ¡Morirá usted, don Miguel, morirá usted, y morirán todos los que me piensen! ¡A morir, pues!

Este supremo esfuerzo de pasión de vida, de ansia de inmortalidad, le dejó extenuado al pobre Augusto.

Y le empujé a la puerta, por la que salió cabizbajo. Luego se tanteó como si dudase ya de su propia existencia. Yo me enjugué una lágrima furtiva.


Pío BarojaPío Baroja

La busca. 1904

Poco después el grupo de curiosos se había dispersado; no quedaba más que un municipal y un señor viejo, que hablaba de los golfos en tono de lástima.

El señor se lamentaba del abandono en que se les dejaba a los chicos, y decía que en otros países se creaban escuelas y asilos y mil cosas. El municipal movía la cabeza en señal de duda. El último resumió la conversación, diciendo con tono tranquilo de gallego.

Créame usted a mi: éstos ya no son buenos

Manuel, al oir aquello. se estremeció; se levantó del suelo en donde estaba, salió de la Puerta del Sol y se se puso a andar sin dirección ni rumbo.

"¡Estos ya no son buenos!". “ La frase le había producido impresión profunda. ¿Por qué no era bueno él? ¿Por qué? Examinó su vida. El no era malo, no había hecho daño a nadie. Odiaba al Carnicerín porque le arrebataba su dicha, le imposibilitaba vivir en el rincón donde únicamente encentró algun cariño y alguna protección. Después, contradiciendose, pensó que quizá era malo y, en ese caso, no tenía más remedio que corregirse y hacerse mejor.

Embebido en estos pensamientos oyó, al pasar por la calle de Alcalá, que le llamaban repetidas veces. Era la Mellá y la Rabanitos, acurrucadas en un portal.

¿Qué queréis? -las dijo.

Na, hombre, hablarte. ¿Has heredado?

No; ¿qué hacéis?

Aquí filando —contestó la Mellá.

¿Pues qué pasa?

Que hay recogida, y ese morral de ispetor, a pesar de que le pagamos, nos quie llevar a la delega. ¡Acompáñanos!

Manuel las acompañó un rato; pero una y otra se fueron con unos señores y él quedó solo. Volvió a la Puerta del Sol.

La noche le pareció interminable: dio vueltas y más vueltas; apagaron la luz eléctrica, los tranvías cesaron de pasar, la plaza quedó a oscuras. Entre la calle de la Montera y la de Alcalá iban y venían delante de un café, con las ventanas iluminadas, mujeres de trajes claros y pañuelos de crespón, cantando, parando a los noctámbulos: unos cuantos chulos, agazapados tras de los faroles, las vigilaban y charlaban con ellas, dándoles órdenes...

Luego fueron desfilando busconas, chulos y celestinas. Todo el Madrid parásito, holgazán, alegre, abandonaba en aquellas horas las tabernas, los garitos, las casas de juego, las madrigueras y los refugios del vicio, y por en medio de la miseria que palpitaba en las calles, pasaban los trasnochadores con el cigarro encendido, hablando, riendo, bromeando con las busconas, indiferentes a las agonías de tanto miserable desharrapado, sin pan y sin techo, que se refugiaba temblando de frío en los quicios de las puertas.

Quedaban algunas viejas busconas en las esquinas, envueltas en el mantón, fumando...

Tardó mucho en aclarar el cielo; aun de noche se armaron puestos de café; los cocheros y los golfos se acercaron a tomar su vaso o su copa. Se apagaron los faroles de gas.

Danzaban las claridades de las linternas de los serenos en el suelo gris, alumbrado vagamente por el pálido claror del alba, y las siluetas negras de los traperos se detenían en los montones de basura, encorvándose para escarbar en ellos. Todavía algún trasnochador pálido, con el cuello del gabán levantado, se deslizaba siniestro como un búho ante la luz, y mientras tanto comenzaban a pasar obreros... El Madrid trabajador y honrado se preparaba para su ruda faena diaria.

Aquella transición del bullicio febril de la noche a la actividad serena y tranquila de la mañana hizo pensar a Manuel largamente. Comprendía que eran las de los noctámbulos y las de los trabajadores vidas paralelas que no llegaban ni un momento a encontrarse. Para los unos, el placer, el vicio, y la noche; para los otros, el trabajo, la fatiga, el sol. Y pensaba también que él debía de ser de éstos, de los que trabajan al sol, no de los que buscan el placer en la sombra.


El árbol de la ciencia. 1911

Muchas veces tío y sobrino discutieron largamente. Sobre todo, los planes ulteriores de Andrés fueron los más debatidos.

Un día la discusión fue más larga y más completa:

—¿Qué piensas hacer? —le preguntó Iturrioz.

—¡Yo! Probablemente tendré que ir a un pueblo de médico.

—Veo que no te hace gracia la perspectiva.

—No; la verdad. A mí hay cosas de la carrera que me gustan; pero la práctica, no. Si pudiese entrar en un laboratorio de fisiología, creo que trabajaría con entusiasmo.

—¡En un laboratorio de fisiología! ¡Si los hubiera en España!

—¡Ah, claro!, si los hubiera.

Además no tengo preparación científica. Se estudia de mala manera.

—En mi tiempo pasaba lo mismo —dijo Iturrioz—. Los profesores no sirven más que para el embrutecimiento metódico de la juventud estudiosa. Es natural. El español todavía no sabe enseñar; es demasiado fanático, demasiado vago y casi siempre demasiado farsante. Los profesores no tienen más finalidad que cobrar su sueldo y luego pescar pensiones para pasar el verano.

—Además falta disciplina.

—Y otras muchas cosas. Pero, bueno, ¿tú qué vas a hacer? ¿No te entusiasma visitar?

—No.

—¿Y entonces qué plan tienes?

—¿Plan personal? Ninguno.

—Demonio. ¿Tan pobre estás de proyectos?

—Sí, tengo uno; vivir con el máximum de independencia. En España en general no se paga el trabajo, sino la sumisión. Yo quisiera vivir del trabajo, no del favor.


José Martínez Ruiz, AzorínAzorín po Ramón Casas

Las confesiones de un pequeño filósofo. 1904

María Rosario, tú tenías entonces quince años; llevabas un traje negro y un delantal blanco; tus zapatos eran pequeñitos y nuevos. María Rosario, tú te ponías a coser en el patio, en un patio con un toldo y grandes evónimos en cubas pintadas de verde; el piso era de ladrillos rojos muy limpios. Y aquí, en este patio, tú te sentabas delante de la máquina; a tu lado estaba tu tía con su traje negro y su cara pálida; más lejos, en un ángulo, estaba Teresica. Y había un ancho fayanco atestado de ropa blanca y de telas a medio cortar, y tú revolvías con tus manos delicadas estas telas blancas y ponías una sobre la máquina. Tus pies pequeñitos movían los pedales de hierro, y entonces la máquina marchaba, marchaba en el sosiego del patio con un ruido ligero y rítmico. 

María Rosario, yo pienso a ratos, después de tanto tiempo, en tus manos blancas, en tus pies pequeños, en tu busto suavemente henchido; yo quisiera volver a aquellos años y oír el ruido de la máquina en ese patio, y ver tus ojos claros, y tocar con las dos manos muy blandamente tus cabellos largos. 

Y esto no puede ser, María Rosario; tú vivirás en una casa oscura; te habrás casado con un hombre que redacte terribles escritos para el juzgado; acaso te hayas puesto gruesa, como todas las muchachas de pueblo cuando se casan; tal vez encima de la mesa del comedor haya unos pañales.... Y yo siento una secreta angustia cuando evoco este momento único en nuestra vida, que ya no volverá, María Rosario, en que estábamos los dos frente a frente, mirándonos de hito en hito sin decir nada. 


Tomás Rueda. 1915

Pues, señor, una vez era un rey... No; no era un rey. Una vez era un gran caballero... Tampoco; no era un gran caballero. Era un valiente capitán... Tampoco; no, no era un valiente capitán. ¿Qué era entonces? ¡Ah, sí! Una vez era un niño. Un niño que vivía en una ciudad de Castilla -Valladolid, Zamora, Medina del Campo-. En esa ciudad este niño moraba en un hermoso caserón de piedra. Los muros son de piedra, herreros han golpeado con sus martillos los hierros de los balcones y han hecho de ellos lindos barandales; encima de la puerta hay un escudo de piedra. Entremos en la casa: se ve primero en ella un ancho zaguán; luego, por la espaciosa escalera, se sube a unas amplias habitaciones. Antes, en esta casa, se veían ramos de flores encima de las mesas y de los escritorios; ahora, hace ya tiempo que nadie  corta flores en el huerto. El huerto está detrás de la casa; crecen, en sus viales y arriates, rosales, jazmineros, adelfos. Cortaban las flores unas manos blancas y finas. Con mucho cuidado unían en un haz las rosas y los jazmines. De cuando en cuando, una rosa, un jazmín, eran olidos suavemente. Después, hecho ya el ramo, era subido a las estancias de lo alto y era puesto en un lindo búcaro de cristal. ¡Qué bien olía toda la sala con estas flores! Amad las flores: amad las rosas, los claveles o jazmines, o los nardos. Andando el tiempo, en vuestras alegrías y en vuestras tristezas, las flores pondrán un matiz de consuelo o de exaltación. Unas flores reirán con vosotros -en día feliz-, o unas flores llorarán con vosotros -en día funesto-. Pero sigamos con nuestro cuento.

Las bellas manos que cortaban las flores del huerto han desaparecido ya hace años. Hoy sólo vive en la casa un señor y un niño. El niño es chiquito, pero ya anda solo por la casa, por el jardín, por la calle. No se sabe lo que tiene el caballero que habita en esta casa. No cuida del niño; desde   que murió la madre, este chico parece abandonado de todos. ¿Quién se acordará de él? El caballero -su padre- va y viene a largas cacerías; pasa temporadas fuera de casa; luego vienen otros señores y se encierran con él en otra estancia, se oyen discusiones furiosas, gritos. El caballero, muchos días, en la mesa regaña violentamente a los criados, da fuertes puñetazos, se exalta. El niño, en un extremo, lejos de él, le mira fijamente, sin hablar. 


Ramón María del Valle-InclánValle-Inclán

Sonata de Primavera. 1904

Sonrió tristemente recordando su juventud, y me presentó a sus hijas:

María del Rosario, María del Carmen, María del Pilar, María de la Soledad, María de las Nieves... Las cinco son Marías.

Con una sola y profunda reverencia las saludé a todas. La mayor, María del Rosario, era una mujer de veinte años, y la más pequeña, María de las Nieves, una niña de cinco. Todas me parecieron bellas y gentiles. María del Rosario era pálida, con los ojos negros, llenos de luz ardiente y lánguida. Las otras, en todo semejantes a su madre, tenían dorados los ojos y el cabello. La Princesa tomó asiento en un ancho sofá de damasco carmesí y empezó a hablarme en voz baja. Sus hijas se retiraron en silencio, despidiéndose de mí con una sonrisa, que era a la vez tímida y amable. María del Rosario salió la última. Creo que además de sus labios me sonrieron sus ojos, pero han pasado tantos años, que no puedo asegurarlo. Lo que recuerdo todavía es que viéndola alejarse, sentí que una nube de vaga tristeza me cubría el alma. La Princesa se quedó un momento con la mirada fija en la puerta por donde habían desaparecido sus hijas, y luego, con aquella suavidad de dama amable y devota, me dijo:

¡Ya las conoces!

Yo me incliné:

¡Son tan bellas como su madre!

Son muy buenas y eso vale más.

Yo guardé silencio, porque siempre he creído que la bondad de las mujeres es todavía más efímera que su hermosura. Aquella pobre señora creía lo contrario, y continuó:

María Rosario entrará en un convento dentro de pocos días. ¡Dios la haga llegar a ser otra Beata Francisca Gaetani!

Yo murmuré con solemnidad:

¡Es una separación tan cruel como la muerte!

La Princesa me interrumpió vivamente:

Sin duda que es un dolor muy grande, pero también es un consuelo saber que las tentaciones y los riesgos del mundo no existen para ese ser querido. Si todas mis hijas entrasen en un convento, yo las seguiría feliz... ¡Desgraciadamente no son todas como María Rosario!


TIRANO BANDERAS. Novela de tierra caliente. 1926

 El patrón, con sólo cincuenta hombres, caminó por marismas y manglares hasta dar vista a un pailebote abordado para la descarga en el muelle de un aserradero. Filomeno ordenó al piloto que pusiese velas al viento para recalar en Punta Serpientes. El sarillo luminoso de un faro giraba en el horizonte. Embarcada la gente, zarpó el pailebote con silenciosa maniobra. Navegó la luna sobre la obra muerta de babor, bella la mar, el barco marinero.. Levantaba la proa surtidores de plata y en la sombra del foque un negro juntaba rueda de oyentes: Declamaba versos con lírico entusiasmo, fluente de ceceles. Repartidos en ranchos los hombres de la partida, tiraban del naipe: Aceitosos farolillos discernían los rumbos de juguetas por escotillones y sollados. Y en la sombra del foque abría su lírico floripondio de ceceles el negro catedrático:

Navega velelo mío, sin temol, que ni enemigo navío, ni tolmenta, ni bonanza, a tolcel tu lumbo alcanza, ni a sujetal tu valol.